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exámetros y pentámetros sobre el gran Concilio,
escrita por José Rossi, y traducida en tercetos
por el canónigo Bernardino Quattrini.
Para noviembre y diciembre don Bosco regalaba a
todos los abonados un ejemplar de la nueva edición
de su Historia Eclesiástica. Era un volumen de
cuatrocientas sesenta y cuatro páginas. En el
prológo se leía esta declaración:
<>.
En fin, junto a una mirada a la situación de la
Religión, y con algunas enseñanzas sacadas de la
Historia Eclesiástica, ((**It9.939**)) don
Bosco había añadido un relato sobre el Concilio
Vaticano, particularmente sobre la cuarta sesión,
narrando extensamente el canon de la Infalibilidad
Pontificia.
Mientras daba órdenes para las Lecturas
Católicas y para los volúmenes de la Biblioteca de
la Juventud Italiana, distribuía el personal para
el Oratorio, para los cuatro colegios y los
oratorios festivos, imponía la sotana a los nuevos
novicios de la Pía Sociedad, aspirantes al
sacerdocio, y enviaba al Seminario a los que se
habían decidido a adscribirse en el Clero Secular,
y les daba oportunos consejos. Uno de éstos, el
clérigo Luis Spandre, natural de Caselle, hoy
obispo y Príncipe de Asti, dejó escritas las
palabras del Venerable.
Llevo siempre en mi memoria el recuerdo que me
dio por la mañana del día en que dejaba el
Oratorio para entrar en el seminario diocesano.
Después de confesarme me dijo:
->>Me podrías ayudar a misa, quizá por última
vez?
-Será un gran honor para mí, le contesté; pero
espero que no sea la última vez.
Y no lo fue, porque aún le ayudé muchas otras,
siendo seminarista y sacerdote.
Después de misa, quitóse los ornamentos
sagrados y me dijo:
-Arrodíllate, porque quiero darte mi bendición.
Y después de haberme bendecido, colocó y apoyó
su santa mano sobre mi cabeza y añadió:
-Acuérdate, Luis; si con la ayuda de Dios
llegas a ser sacerdote, quaere lucrum animarum et
non quaestum pecuniarum (busca la ganancia de las
almas y no el negocio del dinero).
Aquellas palabras, acompañadas de su mirada
penetrante, profundizaron de tal modo en mi
corazón que no las he olvidado jamás. Fueron para
mí todo un programa de vida, fueron como la
revelación de un sublime y saludable ideal;
programa e ideal de aquel hombre de Dios, para
quien todo lo demás no era nada, pues sólo le
importaba la salvación de las almas: Da mihi
animas caetera tolle.
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