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((**Es9.831**) Poco a poco fui pasando de clase hasta llegar a la primera, y después a la llamada de los mayores. Mientras tanto se iba formando en mí la conciencia religiosa. Seguía divirtiéndome, pero empezaba a pensar, comenzaba a razonar sobre las enseñanzas que recibía en la clase de catecismo; las funciones religiosas ya no me aburrían, antes bien las deseaba y seguía con impaciencia: durante su desarrollo mi mente ya no vagaba, no se distraía, sino que se concentraba en la meditación y en la oración humilde y conmovida. Nacía yo a la vida del espíritu. El ambiente se apoderaba de mí, me absorbía, me conquistaba. La exquisita bondad de aquellos excelentes salesianos me conmovía; sus cuidados, sus atenciones, su bondad, sus palabras, hijas de la fe y de la caridad, me atraían hacia ellos, como el insecto es atraído por la luz. Cuando estaba con ellos me parecía respirar un aire más puro, me parecía encontrarme mejor, desaparecían como por encanto las preocupaciones de la vida cotidiana, me sentía feliz en medio de ellos, como en una gran familia de la que recibía consejo, afecto y protección. Al llegar a la clase de los mayores, que es como el Senado del Oratorio, la enseñanza de los principios religiosos se hicieron más graves, más profundos, más complejos. Yo los escuchaba con atención; me esforzaba por comprenderlos y asimilarlos; la fe en la suprema verdad, revelada por Cristo, comenzaba a enseñorearse de mi espíritu. Y cuanto más meditaba, más se fortalecía y agigantaba mi fe; comencé a sentirme invadido de la sublime felicidad que proporciona el conocimiento de la fe. Frecuenté varios años el Oratorio; creo que cinco o seis. Después me agarró la vida y me arrancó de mis dulces costumbres dominicales. Pero no lo olvidé. Y más que en la mente, es en el corazón donde revive el recuerdo de aquellos hermosos días de mi juventud, en los cuales, con admirable ((**It9.938**)) sencillez, y con la formidable eficacia del ejemplo, me enseñaron a ser bueno y honrado, me enseñaron a amar a Dios y al prójimo. D. B. Otra cátedra o fuente de instrucción religiosa para los jóvenes y para el pueblo eran las Lecturas Católicas. El folleto de julio era la Biografía del joven José Mazzarello, escrita por el sacerdote Juan Bautista Lemoyne, director del colegio San Felipe Neri en Lanzo Torinese. El Venerable, como ya se ha dicho anteriormente, leyó y examinó atentamente el folleto y sugirió algunas variaciones. Es la vida de un joven que, después de diversas dificultades, viste el hábito clerical y muere santamente. El folleto de agosto y septiembre se titulaba: Virginia Anselmi o el modelo de las viudas cristianas, por el padre Alfonso M. Pagnone, Barnabita. Esta santa mujer es presentada como un modelo a imitar por las niñas, las esposas, las madres de familia, hasta en el porte que ella tenía cuando visitaba a sus hijos en el colegio. Para octubre salió: Historia y Actas del Concilio Ecuménico Vaticano, hasta la cuarta sesión. El apéndice incluía una poesía en (**Es9.831**))
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