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Poco a poco fui pasando de clase hasta llegar a
la primera, y después a la llamada de los mayores.
Mientras tanto se iba formando en mí la conciencia
religiosa. Seguía divirtiéndome, pero empezaba a
pensar, comenzaba a razonar sobre las enseñanzas
que recibía en la clase de catecismo; las
funciones religiosas ya no me aburrían, antes bien
las deseaba y seguía con impaciencia: durante su
desarrollo mi mente ya no vagaba, no se distraía,
sino que se concentraba en la meditación y en la
oración humilde y conmovida. Nacía yo a la vida
del espíritu.
El ambiente se apoderaba de mí, me absorbía, me
conquistaba. La exquisita bondad de aquellos
excelentes salesianos me conmovía; sus cuidados,
sus atenciones, su bondad, sus palabras, hijas de
la fe y de la caridad, me atraían hacia ellos,
como el insecto es atraído por la luz. Cuando
estaba con ellos me parecía respirar un aire más
puro, me parecía encontrarme mejor, desaparecían
como por encanto las preocupaciones de la vida
cotidiana, me sentía feliz en medio de ellos, como
en una gran familia de la que recibía consejo,
afecto y protección.
Al llegar a la clase de los mayores, que es
como el Senado del Oratorio, la enseñanza de los
principios religiosos se hicieron más graves, más
profundos, más complejos. Yo los escuchaba con
atención; me esforzaba por comprenderlos y
asimilarlos; la fe en la suprema verdad, revelada
por Cristo, comenzaba a enseñorearse de mi
espíritu. Y cuanto más meditaba, más se fortalecía
y agigantaba mi fe; comencé a sentirme invadido de
la sublime felicidad que proporciona el
conocimiento de la fe.
Frecuenté varios años el Oratorio; creo que
cinco o seis. Después me agarró la vida y me
arrancó de mis dulces costumbres dominicales. Pero
no lo olvidé. Y más que en la mente, es en el
corazón donde revive el recuerdo de aquellos
hermosos días de mi juventud, en los cuales, con
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sencillez, y con la formidable eficacia del
ejemplo, me enseñaron a ser bueno y honrado, me
enseñaron a amar a Dios y al prójimo.
D. B.
Otra cátedra o fuente de instrucción religiosa
para los jóvenes y para el pueblo eran las
Lecturas Católicas.
El folleto de julio era la Biografía del joven
José Mazzarello, escrita por el sacerdote Juan
Bautista Lemoyne, director del colegio San Felipe
Neri en Lanzo Torinese. El Venerable, como ya se
ha dicho anteriormente, leyó y examinó atentamente
el folleto y sugirió algunas variaciones. Es la
vida de un joven que, después de diversas
dificultades, viste el hábito clerical y muere
santamente.
El folleto de agosto y septiembre se titulaba:
Virginia Anselmi o el modelo de las viudas
cristianas, por el padre Alfonso M. Pagnone,
Barnabita. Esta santa mujer es presentada como un
modelo a imitar por las niñas, las esposas, las
madres de familia, hasta en el porte que ella
tenía cuando visitaba a sus hijos en el colegio.
Para octubre salió: Historia y Actas del
Concilio Ecuménico Vaticano, hasta la cuarta
sesión. El apéndice incluía una poesía en
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