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((**Es9.830**) a la cárcel, a compañías de castigo, a reclusión y algunos al fusilamiento. Yo, con las enseñanzas de la Doctrina siempre en mi mente cristiana, no recibía nunca un castigo, supe cumplir con exactitud mi deber, soportar, tolerar y sufrir también en tiempo de paz. Así llegué a donde estoy y bendigo a don Bosco que me enseñó a obedecer>>. Como este bravo soldado, y por los mismos motivos, hizo fortuna un número incalculable de pobres jovencitos. Llegaron a ser propietarios y jefes de talleres y almacenes, comerciantes, empleados en negocios lucrativos y viven señorialmente con sus familias. El santo temor de Dios vale mucho también en orden a las mejoras temporales. Y >>qué decir de la catequesis que los colaboradores de don Bosco hicieron en los Oratorios festivos, años y años, a millares de muchachos de la calle? De la narración de uno de ellos puede deducirse la historia de muchos más que, en gran parte, no sabían nada de religión y se convirtieron en excelentes cristianos y honor de la sociedad. Es la narración de una oveja que vuelve al redil. La oveja descarriada era yo. Educado en una familia, en la que se sentía fría indiferencia, cuando no verdadera hostilidad contra las más elementales prácticas religiosas, crecí casi en la ignorancia de los sublimes preceptos del Evangelio de Cristo. Y si bien jamás me sentí completamente resistente a los consuelos espirituales de nuestra santa religión, sin embargo la concebía como un conjunto de prácticas enojosas y molestas, y la temía como se teme lo que se ignora y como los estudiantes de bachillerato temen las clases de latín y de griego. Tenía un vago sentimiento de lo que era la divinidad, la fe, de lo que debían ser los deberes del cristiano, pero en mi mente, todavía tierna e ingenua, quedaban fácilmente superadas estas rudimentarias y primitivas especulaciones filosóficas con los pequeños y fútiles sucesos de la vida cotidiana. Un día, no recuerdo cómo fue, un amigo me llevó a un oratorio salesiano. Me dijeron que allí se divertía uno mucho, que regalaban dulces, que ciertamente había que aguantar las funciones religiosas, pero ((**It9.937**)) que después había una representación teatral, que siempre era muy bonita. Yo, seducido por la visión de este pequeño país de ilusión, acudí allí con alegría y gran expectación. Y allí me pasaba todos los domingos, en el oratorio, de la mañana a la noche. Me divertía con los amigos, jugábamos a toda clase de juegos. Yo prefería los ejercicios gimnásticos, en los que había compañeros simpáticos y clérigos buenos y cariñosos, que comprometían por unos momentos la austeridad de su negra sotana para unirse a nosotros y hacer girar el tiovivo, o jugar a la barra fija. Naturalmente, también asistía, tal vez con poca devoción o poquísimo recogimiento, a las funciones religiosas. Después de misa había sermón, con pedagógicos criterios de sencillez, y llegaba a interesarme un poco. Por la tarde, tenía lugar la enseñanza de la doctrina cristiana. A mí me habían colocado en una de las clases inferiores, en la que se aprendía lo más elemental del catecismo... (**Es9.830**))
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