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que levantaba y bajaba el brazo derecho y arrugaba
la frente, acompañados estos movimientos de
miradas severas y amenazadoras a los que estaban
presentes, tristes, dulces y reverentes cuando los
dirigía a la Virgen del Rosario, a la manera,
según nos cuentan, de los predicadores sagrados
desde el púlpito.
No resulta fácil imaginar cómo estaban ante tal
visión las personas que oraban. El temor y la
maravilla fueron apoderándose de ellos. Quedaron
atónitos y vacilantes, de modo que al principio no
daban fe a sus propios ojos. Pero cuando por el
propio y recíproco consentimiento se dieron cuenta
de que no era ilusión, sino realidad, resonaron en
la iglesia sus voces gritando: íSanto Domingo,
Santo Domingo!
íMilagro! íMilagro! Y no acertaban a decir otra
cosa.
El prodigioso suceso se difundió, como era
natural, con la rapidez del relámpago y, en menos
que se dice, la población entera abandonó sus
quehaceres domésticos y corrió en tropel al
santuario. Más de dos mil personas pudieron
contemplar el prodigioso movimiento de la santa
imagen, que continuó durante casi hora y media.
Los presentes y los que iban llegando
multiplicaban sus oraciones, lágrimas,
aclamaciones y asombro.
Y aunque tan gran número de espectadores, que a
una sola voz confirmaba el hecho, quitara toda
sospecha de engaño o de fraude, se quiso, sin
embargo, satisfacer a quien, por prudente duda o
por espíritu de incredulidad, no estuviese
plenamente convencido: esto confirmó y evidenció
aún más el prodigio, disipando así toda sombra que
después hubiera podido ofuscarlo...
Y éste es... el prodigioso suceso, cuyas
primeras noticias nos llegaron ((**It9.920**)) por
cartas privadas, confirmadas hoy por el M. Rvdo.
Arcipreste de Soriano, el cual, por orden del
excelentísimo señor Obispo de Mileto, extendió una
relación auténtica suscrita con juramento por
treinta testigos presenciales elegidos entre las
personas más capaces y honradas del pueblo, aun
cuando muchísimos otros, como allí se dice,
hubieran confirmado la verdad del prodigioso
movimiento...
Don Bosco fue a Lanzo el 19 de septiembre para
empezar la segunda tanda de ejercicios
espirituales. Ya no llegaban cartas de Roma ni el
telégrafo transmitía noticias privadas, pero don
Bosco tenía el pensamiento fijo en la visión del 5
de enero. El 20 de septiembre escribía al
comendador Juan Bautista Dupraz.
Turín, 20
de septiembre de 1870
Queridísimo Comendador:
Le adjunto una carta para la señora G.... Tenga
la bondad de poner la dirección, que no puedo
sacar de su carta.
Señor Comendador, ánimo y esperanza. No olvide
estas palabras: el temporal, la borrasca, el
torbellino, el huracán cubren nuestro horizonte,
pero serán de corta duración. Después brillará un
sol como parece no resplandeció desde san Pedro
hasta Pío IX.
Mis respetuosos saludos para usted y su señora;
que Dios les bendiga. Rueguen por mí, siempre
agradecido,
De V. S.
Su seguro servidor
JUAN BOSCO, Pbro.
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