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admirables, como la Constitución Doctrinal De Fide
y la De Ecclesia Christi, con el capítulo tan
controvertido sobre la infalibilidad del Papa. El
Concilio no se había reunido en vano. Ahora podía
prorrogarse con tranquilidad, a la espera de
mejores tiempos.
Y se cumplían, así nos lo parece, aquellas
palabras de la visión de don Bosco: Las potencias
del mundo vomitarán fuego y quisieran que fueran
ahogadas las palabras en la garganta de los
guardianes de mi ley; pero no será así. Harán mal,
mal a sí mismas. En efecto, una vez proclamado el
dogma, Austria abolía enseguida el Concordato con
la Santa Sede; Baviera animaba a D”llinger a
proclamar el cisma de la Viejos Católicos; Italia
ordenaba a los magistrados que vigilaran a los
obispos y a los párrocos y encarcelaran y multasen
a quien ofendiera las instituciones nacionales al
publicar la constitución dogmática de la
infalibilidad pontificia; Francia retiraba su
guarnición de tropas de Civitavecchia y Prusia
autorizaba a Víctor Manuel para que entrase en
Roma.
((**It9.891**)) Estos
sucesos parecía que daban la razón a los que se
oponían a la oportunidad de la definición, porque
figuraba entre sus argumentos el temor de que las
potencias europeas se asombrarían por ello. Pero
no era esta razón suficiente para callar la
verdad. Dios, al surgir de los nuevos tiempos, en
los que la libertad de pensamiento urdiría
asechanzas hasta en la mente de los sacerdotes,
había querido la definición. Por otra parte, los
sucesos que acontecieron demostraron que la guerra
encarnizada contra la divina institución de la
Iglesia no cesaría de recrudecerse en cualquier
caso.
Y hay un hecho providencial digno de nota.
El 18 de julio de 1870 tenía lugar la solemne
definición, y al día siguiente, 19 de julio,
Napoleón III declaraba la guerra al Rey de Prusia.
Hasta aquel momento la mano de Dios había
contenido la terrorífica borrasca, pero, cumplido
su decreto, permitía que se desencadenase.
Todos los obispos, hasta los de la oposición, y
los que ya no estaban en Roma, habían respondido
ícreo! a la voz del Papa y volvían a sus sedes.
Algunos pasaron por el Oratorio.
Así lo atestigua don Francisco Dalmazzo:
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Uno era el franciscano monseñor Luis
Moccagatta, de Castellazzo de Alessandria, Obispo
titular y Vicario Apostólico en China.
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