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agüero, no dio a las insistentes preguntas sobre
el porvenir de Roma más respuesta que palabras de
duda, de veremos y esperemos. Pero ellos, que
deseaban que confirmase su funesto engaño,
explicaban en el sentido por ellos deseado las mal
comprendidas respuestas. En esta ocasión hubo
algunos que pusieron en duda el espíritu profético
del Siervo de Dios. Y él, si había hecho brillar
por un instante la verdad, se vio obligado a
encerrarse en la más rigurosa reserva,
reconociendo que era inútil e imprudente hablar a
quien no quería escuchar, no queriendo correr el
riesgo de prejuzgar tan gravísimos asuntos.
Sin embargo, llevado por la caridad, no dejó de
aconsejar, directamente o por medio de
confidentes, a muchos del Clero, principalmente a
los superiores de órdenes religiosas y de
monasterios, que se apresurasen a poner a salvo
los bienes muebles o inmuebles que les fuera
posible; pero sus consejos tropezaron generalmente
con la indiferencia y la incredulidad.
Sólo uno se persuadió, que fue el General de
los Cartujos. Este estaba decidido a ceder a don
Bosco, bajo ciertas condiciones confidenciales, la
propiedad de la iglesia de Santa María de los
Angeles, en las termas del Diocleciano, y el
claustro monumental, previendo ((**It9.824**)) la
temida confiscación de bienes de los religiosos.
Pero el Procurador General de la Orden juzgó que
eran vanas aquellas aprensiones y se opuso
diciendo que, como todas las órdenes tenían en
Roma una representación con casa propia, había que
mantener íntegramente su convento. Hubo otros de
su mismo parecer y la prevención quedó en nada. Y
así sucedió lo que tenía que suceder: aquel
monumento corrió la suerte de los demás.
Otros incrédulos más tuvieron también que
experimentar los cierto de las advertencias de don
Bosco y, como no se había previsto nada, los
bienes eclesiásticos fueron confiscados y con
ellos grandes cantidades de dinero.
Don Bosco tenía claramente presentes los
acontecimientos de aquel año y no quiso, como
veremos, fiesta alguna de sus muchachos a la
vuelta.
He aquí otras cartas escritas durante su
estancia en Roma, llenas de afecto paternal. Una
está dirigida al joven Berardo Musso, zapatero,
que más tarde fue coadjutor salesiano y jefe del
taller de la casa de Almagro en Buenos Aires.
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