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...Ayer, 15, a las cuatro de la tarde, el
incomparable amigo don Bosco, nos daba a otros
queridos compañeros y a mí, una gran satisfacción.
Nos introdujo en el Vaticano, con la intención de
conseguirnos una audiencia particular del Padre
Santo, antes de que salíera de su apartamento
prívado. Míentras se entretenía un poco con la
muchedumbre de personajes que estaban en las
antesalas, he aquí que un monseñor avisó que todos
se arrodillaran. Salió Pío IX de su habitación,
con capa roja galonada, sotana, faja y roquete
blancos, acompañado por dos prelados, uno de los
cuales sostenía su sombrero rojo y el otro
pronunciaba los nombres de cada uno de los
admitidos a la audiencia. Pío IX dio una vuelta
por la sala, dirigiendo a todos una palabra
afectuosa, dando a besar el anillo que llevaba
puesto y preguntando a cada uno qué deseaba.
Terminada la vuelta, se colocó en medio de la sala
y, en latín, en alta voz, bendijo a los presentes,
a todos nuestros seres queridos y a las personas y
objetos recomendados. Para don Bosco la pausa
había sido más larga; y demostró a todos, que se
maravillaban, lo muy querido que le era...
Parece imposible, de no verlo con los propios
ojos y oírlo con los propios oídos, el aprecio y
la devoción que don Bosco goza en toda Roma de
toda suerte de personas: del Papa, cardenales,
prelados, senadores, príncipes, ciudadanos de toda
categoría y condición. Su nombre es conocido no
sólo en la ciudad, sino hasta en los alrededores.
Antesdeayer tuvo que salir a toda prisa para
visitar a un enfermo, a quince millas de Roma.
Adonde quiera se sepa que ha ido, es asediado
inmediatamente por tal multitud de gente que no le
dejan ni respirar. Reza el breviario casi siempre
a las once de la noche. Si se quiere tener la
seguridad de verle y decirle dos palabras, hay que
hacerlo cuando se levanta de la cama, como me ha
sucedido a mí varias veces...
Sin embargo, no recibió de los romanos los
agasajos de la vez anterior. No aseguraba la
incolumidad de Roma; más bien, daba a entender,
con palabras prudentes, la posible ocupación de
Roma por el Piamonte.
En cambio, muchos prelados, en especial los
pertenecientes a la nobleza romana, consideraban
esto como imposible ((**It9.823**)) y
confiaban en el veto de algunas potencias, y hasta
se ilusionaban con alguna intervención directa del
cielo.
Sostenían con aplomo que la revolución no
llegaría a la ciudad eterna; y que, si así fuere,
no se afianzaría, y todo volvería a quedar en paz,
en el término de pocos meses. Por lo mismo les
sonaba mal el nuevo modo de hablar de don Bosco.
El, como ya hemos dicho, les había asegurado en
1867 que no se daría ningún cambio político en
Roma, pero sus palabras se referían a los temores
de aquel año. Los romanos, en cambio, las habían
interpretado en sentido general. Estaban obcecados
y no querían perder aquella confortadora
esperanza.
En consecuencia, empezaron a mirar al Venerable
con desconfianza; y él, al verse en peligro de ser
tomado por profeta de mal
(**Es9.731**))
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