((**Es9.693**)
-Dentro de quince días, también yo estaré en
Roma; quién sabe si las veré de nuevo.
Conmovidas, nos alejamos felices por no haber
rechazado inconsideradamente el inesperado favor.
En cuanto a la carta, confieso que la guardé con
indiferencia, convencida de no tener que usarla.
Nos detuvimos en Génova, Bolonia y Florencia y,
ocho días más tarde, llegamos a Roma. Nos había
reservado alojamiento un sacerdote recientemente
vuelto a la patria. Cansada de haber viajado
durante toda la noche, con un dolor de cabeza que
me pedía descanso, tomé un coche de alquiler que
nos llevó a la casa que nos habían señalado.
Entré, la habitación era tal y como se nos
había indicado, pero íay! había que cruzar una
antesala ocupada por un señor, que nos obligaba a
nosotras, mujeres, a tenerlo como centinela. Aboné
una cantidad a la hospedera exponiéndole el
inconveniente de que mis jóvenes sobrinas tuvieran
que atravesar aquella sala y, sin más, ordené al
cochero que nos llevara a la calle ((**It9.777**))
Graziosa, a las Hijas del Sagrado Corazón. De
camino pensaba: >>dónde vamos a hospedarnos?
Las cartas que yo llevaba eran para obispos
bergamascos, reunidos en Concilio, una para
monseñor Cenni en el Vaticano, otras para
religiosos y religiosas a fin de que se encargaran
de cuestiones muy distintas de la de buscarme
alojamiento. Piensa que pensarás, me acordé de la
tarjeta de don Bosco. Dejé las maletas y a mis
sobrinas con las monjas y dije al cochero que me
llevara a la calle de los Coronari (Rosarieros).
El que me indicaba en la tarjeta era rosariero del
Papa, todo un caballero, muy amigo de don Bosco.
Apenas supo mi necesidad se dio a buscar, por
medio de un cuñado suyo, una habitación. Era el
año del Concilio Vaticano y Roma rebosaba de
forasteros. Después de muchas idas y venidas me
alojé en la Residencia Tenerani de la plaza
Barberini. Dirigían la pensión unos jóvenes
esposos que alojaban familias extranjeras.
Estuvimos treinta días en Roma con el auxilio
providencial y la notable ayuda del Angel que nos
había bendecido en Turín: no acabaría nunca, si
quisiera repetir las alegres casualidades que se
derivaron de ella. Basten las dos audiencias de
Pío IX, una privada y la otra en grupo con cuatro
señoras conocidas. Aquel señor nos ayudó tal y
como nos lo había pronosticado don Bosco, para
visitar fácilmente los diversos monumentos de
Roma.
CLEMENTINA DALM
También don Bosco estaba decidido a ir a Roma.
Su mente y su corazón estaban en el Concilio
Vaticano. La infalibilidad personal del Papa en
materia de fe y costumbres, cuando habla ex
cáthedra era creencia antigua y universal en la
misma Iglesia: y las súplicas de muchos obispos y
el deseo del pueblo cristiano pedían que esta
verdad fuese definida dogmáticamente. Don Bosco
había tenido siempre en singular aprecio esta
prerrogativa del Romano Pontífice por lo que
celebraba aquellas manifestaciones de fe, y se
persuadía cada vez más de la necesidad de esta
definición.
Pero, desde que apareció la Bula de la
convocación del Concilio en 1868, y empezaron los
Obispos y el pueblo católico a manifestar
(**Es9.693**))
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