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de su vida presentan cuadros encantadores. Murió
en Marsella el 25 de octubre de 1864, después de
haber rescatado y colocado en muchos institutos de
Italia, Francia y Alemania ochocientas diez
moritas y algunos moritos. Y tuvo la satisfacción
de ver cómo sus pequeñas esclavas redimidas
crecían en las más sublimes virtudes y muchas
alcanzaban una muerte envidiable. Intrépidos
continuadores de su misión fueron don Blas Verri,
don Daniel Comboni y el venerable Ludovico de
Casoria.
Aquel opúsculo despertó entre los nuestros la
idea de las misiones, ya que don Bosco, desde los
principios del Oratorio, había hablado de vez en
cuando de establecer sus casas en Africa, en
América y en Asia; y don Francisco Dalmazzo había
oído muchas veces de sus labios, que los
Salesianos irían pronto a regiones lejanas.
En los primeros días de enero el Venerable tuvo
ocasión de ganar para sus obras una bienhechora,
por medio de don Antonio Sala. Su exquisita
benevolencia le ganaba un corazón a cada paso. La
misma señora describe su encuentro con el Siervo
de Dios.
((**It9.776**)) Era el
año 1870: iba yo camino de Roma con dos sobrinas
mías. Desde Milán a Turín, viajaba en nuestro
departamento un sacerdote, que bondadosamente
entabló conversación con nosotras. Hablando de
diversas cosas, se dio a conocer como sacerdote
del Instituto Bosco. Al apearnos en la estación de
Turín y despedirse, nos dijo: -<>.
Como nuestra parada en Turín era para un día y
no entero, la invitación casi me molestó, puesto
que habría querido estar libre para ir de un lado
a otro, según el itinerario preestablecido. Con
todo, por no parecer descortés, convencí a mis
sobrinas para asistir a la misa, que a la vez
serviría como buen principio de la jornada. En
efecto, por la mañana, a la hora señalada,
estuvimos en la iglesia, donde el sacerdote nos
esperaba, y, apenas nos vio, fue a la sacristía a
revestirse. Celebró la santa misa, y se plantó a
nuestro lado, ofreciéndose como guía. Confieso que
habría renunciado a la visita, puesto que me urgía
más marcharme que presentarme a persona hacia la
cual me sentía cohibida. Entramos en una antesala
donde varias personas, de distinguido aspecto,
esperaban audiencia. En un abrir y cerrar de ojos
nuestro guía se escabulló y nos dejó plantadas. Me
volví a mis sobrinas y les dije:
-íA saber cuánto nos tocará esperar!
Terminar de decirlo, abrirse una puerta y
aparecer nuestro sacerdote haciéndonos señas para
avanzar, fue lo mismo. Estábamos ante el mismo don
Bosco.
Su aspecto venerando y la impresión de santo,
que se traslucía en su rostro, ganó de tal modo
nuestros ánimos que, sin previo acuerdo, nos
arrodillamos las tres a sus pies. Nos hizo sentar
y nos entretuvo como un cuarto de hora. Como su
afabilidad nos había quitado toda suerte de
reparos, le explicamos el plan de nuestro viaje,
para el que nos dio óptimas normas. Llevaba yo un
paquete de cartas de recomendación a las que él
quiso añadir una suya, diciéndome que me sería
útil. Nos bendijo y nos dijo:
(**Es9.692**))
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