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se empeñó en romper el contrato, y el Cardenal
Protector de las Barberinas amparaba las razones
con que las monjas se oponían a la venta.
El Venerable, informado de todo, escribió al
Cardenal esta atentísima carta:
Eminentísimo Señor:
Ruego a V. E. Rvma. que generosamente me
perdone, si añado una nueva molestia a sus muchas
ocupaciones. Léame con bondad y dignese luego
darme el consejo que a V. E. parezca mejor para
gloria de Dios, respecto a la proyectada
adquisición del local de San Cayo, junto al
venerando Monasterio, llamado de las Barberinas.
El pasado mes de enero exponía yo al Padre
Santo el deseo de abrir un centro de estudios en
Roma para los clérigos de nuestra Congregación. El
Padre Santo mostró su agrado por ello, me sugirió
dicho local y encargó a monseñor Franchi que se
ocupara de la venta. Antes de dar un solo paso me
presenté a las monjas, pidiéndoles su parecer.
Respondieron que, aunque sentían hacer aquella
venta, se veían obligadas a el lo por las
dificultades económicas que atravesaban y que, a
la vista del destino totalmente religioso que se
iba a dar a la iglesia y a la casa aneja, me
preferían a mí a cualquier otro que se presentara.
Acudí entonces al citado monseñor Franchi y le
pregunté si realmente estaba en venta aquel local,
si no había aún gestiones pendientes. Respondió
que se había tomado la decisión de efectuar
aquella venta, y que no había compromiso con
nadie. Preguntado si bastaba tratar con él, añadió
que él era el encargado de ello y que, a su
tiempo, él mismo hablaría con el Cardenal
Protector.
Con tarjeta de este prelado visité el local, se
habló del precio, la última petición fue de
cincuenta mil liras, que yo acepté, y en ((**It9.679**)) señal
de cierre del contrato, me dieron los planos del
local; se establecieron los plazos y épocas de
pago y se dio por definitivamente cerrado el
contrato. De boca del mismo monseñor Franchi supe
entonces que V. E. era el Cardenal Protector; de
acuerdo con él quise hablar con V. E. Rvma. y, a
tal fin, me trasladé varias veces a su respetable
casa. Pero las muchas ocupaciones de V. E. y mi
ignorancia de las horas más oportunas para ello,
impidieron el deseado coloquio.
Entre tanto, como quiera que algunos asuntos
urgentes me reclamaban en Turín, firmé unos
poderes a monseñor Manacorda para cuanto hubiera
que hacer en el contrato de San Cayo.
Además, contando con las ofertas de algunos
caritativos señores y un poco más de dinero
allegado de otro modo, se podía pagar la escritura
en cualquier momento.
Así las cosas, parecía que el contrato estaba
definitivamente cerrado y yo me creí hasta la
fecha legalmente vinculado. Algunas voces
indeterminadas me hicieron suponer que las monjas
temieran el griterío de los muchachos, pero no
había que temer eso de los clérigos estudiantes.
Se adujo el protectorado del príncipe Barberini;
pero, con el traspaso de la propiedad, igualmente
se hubieran podido conservar ilesos los derechos
de ese excelente y caritativo señor.
Hubo quien dijo que V. E. se había disgustado
con este contrato porque no se le había comunicado
a su tiempo, como se debía; y esto me desagrada
porque habría sucedido sin quererlo, y contra mi
buena voluntad, que deseaba ardientemente
complacer
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