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a mí. Parecía que me iba a matar de un momento a
otro. Me paré, pero empecé de nuevo a alejarme de
su lado y el perro cada vez más feroz, estaba más
cerca todavía. Al cabo de un rato, totalmente
lejos de usted, el perro se abalanzó sobre mí, me
tiró al suelo, me mordisqueó y me desgarraba.
Súbitamente llamé a don Bosco para que viniera a
ayudarme. Usted oyó mis gritos, corrió enseguida,
me libró de las fauces del perro, me trajo aquí a
la enfermería, curó y vendó mis heridas y yo me
sentí curado. Aquel perro feroz era el demonio, lo
reconocí, quería arrastrarme a la eterna
perdición.
Don Bosco le calmó y le ayudó a hacer una buena
confesión. Adolfo quedó tranquilo y decía después
a don Bosco:
-Los compañeros malos con quienes he alternado
son fulano, zutano y mengano. Le ruego, por tanto,
que les avise y les diga de mi parte que hubiera
preferido que me hubiesen envenenado, que me
hubiesen matado, antes que sufrir las amarguras
del alma que ahora experimento. Pida perdón de mi
parte a los condiscípulos a quienes he
escandalizado con mis malas conversaciones.
Don Bosco se lo prometió, y con suaves palabras
infundió en su corazón plena confianza en la
misericordia de Dios.
Después de unas horas Adolfo expiraba
plácidamente.
Por este hecho se puede colegir cuán doloroso
sea en punto de muerte haber escandalizado en vida
a los compañeros con conversaciones obscenas y
amistando con los malos: mientras por nuestra
parte encontramos una razón en las últimas
palabras que don Bosco había escrito desde Mornese
a don Miguel Rúa: <((**It9.638**))
conversaciones entre los aprendices>>. De hecho se
vio a los aprendices acercarse a los sacramentos
con mayor fervor y frecuencia y asistir a las
prácticas de piedad durante el mes de mayo.
Entre otras obras buenas, se dedicaba don
Bosco, por aquellos días, a lograr sacar de la
cárcel de Civita-Castellana a Bartolomé Vaschetti
alumno suyo, allí detenido hacía cinco meses.
Desertó del ejército italiano y se refugió en los
Estados Pontificios, donde, como medida
prudencial, todos los desertores extranjeros
pasaban a la prisión de la que no salían hasta que
una persona del Estado se hiciera responsable ante
las autoridades. El testimonio de don Bosco liberó
al encarcelado.
Pero, en cambio, no lograba conseguir un favor
para el benemérito profesor José Bonzanino quien,
en los principios del Oratorio, admitió durante
años, gratuitamente, en sus escuelas privadas de
bachillerato elemental, a nuestros alumnos
estudiantes.
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