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-Os las manda don Bosco, y me ha encargado os
diga en su nombre, que las llevéis con devoción,
porque os librarán de muchos males y os ayudarán
en todas las vicisitudes de la vida. Me ha dicho
también que os recomiende que recéis mucho, pero
que sobre todo procuréis impedir la ofensa de
Dios, aunque sólo fuera un pecado venial.
Las dos jóvenes no conocían a don Bosco, pero
supieron por don Domingo que era un santo
sacerdote que trabajaba en favor de la juventud.
El Venerable quizá vio ya en María Mazzarello la
piedra fundamental del instituto que él fundaría
para las niñas; sin embargo, guardó sobre este
proyecto una prudente reserva.
La medalla regalada fue como un premio a la
labor que desarrollaban: y las recomendaciones, la
primera prueba de los paternales cuidados que el
Venerable dispensaría al nuevo Instituto.
María y Petronila, sin ni siquiera imaginar lo
que el cielo dispondría un día, continuaban con su
taller lo mejor que podían, sin ninguna clase de
reglamento. Pero don Domingo Pestarino, que fue a
Turín para la fiesta de san Francisco de Sales de
1863, les llevó un horario, que dijo estaba
escrito por el mismo don Bosco, se lo explicó, de
acuerdo con las ideas que el Venerable le había
expuesto, y les recomendó que lo observaran. Era,
con alguna variante, el mismo del Oratorio, y
resultaba como un primer paso para infundir en
ellas el mismo espíritu.
María, que ya llevaba con las más santas
industrias a sus alumnas por las sendas del bien y
la frecuencia de los sacramentos, empezó también
un poco de oratorio en un patio pequeño, contiguo
a las ventanas del taller. Invitó, las primeras, a
sus alumnas, las cuales, el domingo siguiente
llevaron a otras y después más, de modo que, al
poco tiempo, se reunían allí todas las chicas del
pueblo.
((**It9.619**)) Como
era muy reducido el lugar, después de comer salían
al descampado e iban hasta una capilla, que
distaba un cuarto de hora del pueblo. Allí se
divertían hasta que sonaba la campana de la
parroquia para el catecismo. Acudían a la iglesia,
asistían a las funciones parroquiales y se
marchaban luego a sus casas. En el buen tiempo
volvían hasta la capilla de San Silvestre, donde
reemprendían sus cantos y sus juegos. María
Mazzarello siempre estaba con ellas; inventaba
cada vez nuevos entretenimientos, les contaba
hechos edificantes y daba sinceros y prudentes
consejos y avisos a las que los necesitaban.
Quería que venciesen el respeto humano, que
huyesen del pecado y fueran cristianas fervorosas.
Y lo lograba, porque todas la querían y obedecían,
y era tal su influencia que ya ninguna joven iba a
los bailes.
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