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tanto la enfermedad de la vieja se precipitaba
hacia su fin, y he aquí que dos primos suyos
fueron a visitar a don Bosco. La enferma no tenía
hijos, ni sobrinos, a quienes dejar la herencia.
Después de los primeros saludos dijeron aquéllos:
-Perdone, don Bosco; la cantidad propuesta de
ocho mil liras resulta un poco elevada.
->>Qué quieren decir ustedes?
-Le rogamos, en -nombre de la señora, que haga
el favor de rebajar hasta una cantidad... un poco
más razonable.
-Buena gente: >>acaso soy yo quien concede la
gracia o es la Virgen? Yo no propongo nada; ni
ocho mil, ni cien mil. Solamente he dicho una
palabra por decir, después de habérmelo pedido.
>>Pero, qué son ocho o cien mil liras para una
rica de esa clase? >>Y queréis que oiga la Virgen
a un corazón tan mezquino concediéndole una gracia
tan portentosa? Haga esa señora lo que guste. Yo
no tengo nada que ver.
-Es que... es que...
Querían todavía replicar los enviados, pero don
Bosco se despidió de ellos amablemente.
((**It9.580**)) Al día
siguiente moría aquella señora por no saberse
decidir: tan apegada estaba al dinero.
El 14 de marzo era el aniversario del
nacimiento del rey Víctor Manuel. Citamos esta
fecha porque don Bosco en este día, como en otras
ocasiones de fiestas patrióticas, acudía al
banquete diplomático servido por el conde
Radicati, gobernador de Turín. Todos los
comensales eran hombres de la política
constituidos en dignidad. El Gobernador invitaba
al Siervo de Dios para complacer a su piadosísima
esposa que, por desgracia, había quedado ciega.
Ella, delicadísima de conciencia, presentaba a don
Bosco sus instancias unidas a las de su marido,
deseosa de tenerlo en la mesa, para impedir con su
presencia conversaciones contra la religión.
Narramos un hecho que pinta el carácter
profundamente cristiano de esta noble señora, a la
que todos respetaban por sus finos modales, su
vasta cultura y su gran bondad.
Cayó uno de aquellos grandes banquetes en día
de vigilia y no quería de ningún modo la Condesa
que se sirviera carne en la comida. Fue el Conde a
hablar con el señor Durando, sacerdote de la
Misión, el cual le aconsejó que preparara platos
de carne y de pescado, de modo que cada invitado
pudiera servirse a su gusto. Cuando la Condesa
supo la respuesta, exclamó con energía:
-No, íno quiero que en mi casa se cometan
pecados!
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