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alusivas a la llegada de don Bosco. Las oraciones
se rezaron en el salón de estudio.
Aquella noche habló don Bosco a los miembros de
la Congregación reunidos en el refectorio, adonde
acudieron también los que aspiraban a pertenecer a
la Pía Sociedad de San Francisco de Sales. Estaban
presentes los directores de las otras casas y don
Domingo Pestarino de Mornese. Poseemos varios
resúmenes de esta conferencia, a la que ya hemos
aludido. Según el más amplio, don Bosco comenzó
así:
Es vuestro mayor deseo en este momento saber el
resultado de mi viaje a Roma y qué es lo que se ha
obtenido con respecto a nuestra Sociedad. Y yo
experimento una gran satisfacción al narraros el
éxito de mis trabajos, porque es evidente que el
Señor quería que lo nuestro quedara bien
asegurado. Este viaje ha dado unos sultados más
favorables de lo que yo esperaba.
Todos sabéis que esta nuestra casa, o mejor
esta nuestra Sociedad, iba adelante hasta ahora
sin un fundamento seguro de su existencia: tenía
reglas, pero como no estaban aprobadas, se
limitaban a ligar individuos en derredor de una
persona para un fin determinado. Y, por tanto,
muerto don Bosco, podía también morir su Sociedad.
Ya el año 1864 la Sociedad fue alabada, y don
Bosco fue constituido Superior, pero nada más;
después, en 1867, fue encomendada y recomendada
por varios Obispos. Pero ahora se trataba de
llegar a una conclusión definitiva, de aprobación
o de disolución. Nuestra vida era precaria. Y en
todo momento podían los Obispos reclamar a sus
clérigos, porque estaban sujetos a su
jurisdicción; y entonces la Sociedad quedaba
disuelta de hecho. Era necesario que sus miembros
quedaran libres y exentos de la jurisdicción
episcopal. Por eso determiné ir a Roma.
Se interponían muchos obstáculos. El Consejo
diocesano, al que se pidió una fórmula, que
salvase al mismo tiempo la autoridad episcopal y
la existencia de la Sociedad, había dejado la cosa
en suspenso. Muchos obispos y otras personas, por
cierto piadosísimas y muy a mi favor, quisieron
persuadirme de lo inútil de mi viaje, porque no
lograría que se aprobaran mis reglas y, por
consiguiente, la Sociedad; tanto más que en Roma
se debía pensar en el concilio ecuménico. Aducían
muchísimas razones e invencibles dificultades. Me
escribían de Roma y también me ponían en guardia,
asegurándome que era totalmente inútil y tiempo
perdido ir allí, porque no concederían jamás lo
que pedía y era imposible la aprobación de las
Reglas.
Entonces yo pensé: -Todo me va en contra; sin
embargo el corazón me dice ((**It9.564**)) que, si
voy a Roma, el Señor, en cuyas manos está el
corazón de los hombres, querrá ayudarme. Por tanto
íiré a Roma!-.Y, lleno de confianza, partí. Estaba
íntimamente persuadido de que la Virgen me
ayudaría y dispondría todo a mi favor;nadie me
habría quitado esta persuasión. Respetaba los
consejos de mis amigos, pero no quería dejar de
hacer lo que me parecía sugerido por el Señor.
Partí, pues, confiando únicamente en el Señor y en
la Virgen.
Describió después, con el auditorio pendiente
de sus labios, cuanto ya hemos narrado en
capítulos anteriores sobre las diligencias
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