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inspiraba y sostenía, demostrando su influencia
sobre los grupos de alumnos y muchas veces sobre
cada uno de los individuos.
Era alumno aquel año en el colegio de Lanzo,
Antonio Varaia, natural de Leynì (Turín), huérfano
de padre y madre, paupérrimo; había perdido la
ayuda de dos almas generosas: la de don Angel
Savio, profesor de retórica, retirado, y la de sor
Atanasia, Superiora de las Hijas de la Caridad,
cambiada después de más de veinte años del
Hospital de Lanzo al de Mirabello. Como el
muchacho no podía pagar la pensión pensaba volver
a Mathi, con una hermana suya, e ir a apacentar
los ganados durante el invierno. Pero la última
noche que pernoctó en el Colegio, apenas se
durmió, le pareció que se hallaba en el patio
interior y que iba al locutorio, junto al cual
había un pequeño columpio, donde distraer su
aflicción. Con maravilla y temor, vio en la sala a
Nuestro Señor Jesucristo y, oprimido por el brillo
de su majestad, le pareció que caía desvanecido
por tierra. El Divino Salvador le tomó de la mano
y amablemente le dijo:
-No temas; yo te haré de padre, ya que los
hombres te abandonan. Confía en mí.
Y el muchacho, de rodillas junto a él, exclamó:
-Señor, concédeme la gracia de ser sacerdote
misionero.
Jesús le miró, con aire de inefable bondad, y
sonriendo le respondió:
((**It9.462**)) -Lo uno
y lo otro.
-Sí, Señor, replicó el muchacho, hacedme
sacerdote y misionero.
Y Jesús repitió con la misma dulcísima sonrisa:
-íLo uno y lo otro!
Entretanto le pareció a Varaia contemplar una
tierra lejana, habitada por enemigos del nombre de
Cristo. Transportado allí, después de diversos
episodios de persecucción, le pareció que moría
crucificado y que recitaba con afecto el avemaría.
Presentósele entonces la Virgen, resplandeciente,
causándole con su mirada una alegría celestial,
pero un misterioso velo rojo se extendió entre él
y la Santísima Virgen, como si quisiera impedirle
la visión. La Virgen apartó el velo con su misma
mano y de nuevo se dejó ver. Estaba él que le
parecía morir y al mismo tiempo continuaba de
rodillas, en el locutorio a los pies de Jesús,
hasta que, siempre en sueños, oyó la campana que
llamaba a los alumnos del colegio a la iglesia
para oír la santa misa.
-Señor, dijo el joven, la campana me llama a la
santa misa, y, si me lo permitís, me voy.
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