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Imaginad una procesión solemne; por ejemplo la
del Corpus. En medio de una multitud espectadora y
devota, avanzan las filas ordenadas de cofradías,
órdenes religiosas y clero secular. Aparece una
cruz procesional, sencillamente plateada, y el
pueblo le hace una reverencia; lo mismo sucede con
la segunda cruz, adornada con flores y de la que
pende un precioso estandarte. Pasa después un
crucifijo alto, con la imagen del Salvador, obra
insigne de arte, con la madera decorada de perlas
y de nácar, con cercos de plata y las extremidades
refulgentes de metales preciosos; viene detrás
otro crucifijo, tallado toscamente, con el madero,
al que va clavada la imagen, pintado de azul y
amarillo, y el pueblo rinde honor, sin distinción
al uno del otro. Se adelanta la cruz negra de los
capuchinos, con una sábana blanca pendiente del
madero transversal; y después, cruces
procesionales de plata, de oro, adornadas con
piedras preciosas, y la gente inclina la cabeza a
todas, sin hacer ninguna distinción.
En estas cruces no ve más que la imagen del
Salvador: así debemos nosotros mirar, sin
distinción, a todo compañero. Cada uno de ellos
lleva consigo la imagen y semejanza de Dios. Es
cuerpo de Jesucristo, miembro unido a miembro.
Todos somos ciudadanos del cielo, donde esperamos
a nuestro Salvador Jesucristo, el cual vendrá un
día a transformar nuestro cuerpo, vil y abyecto,
en un cuerpo incorruptible, libre de miserias y
enfermedades, de las que somos objeto en la vida
presente.
El, con su divino poder, convertirá nuestro cuerpo
en glorioso como el suyo.
He aquí los motivos del respeto y de la caridad
recíproca. La cruz de Jesús es siempre cruz, aun
sin adornos; desde ella se nos repite: Hoc est
praeceptum meum, ut diligatis invicem, sicut
dilexi vos (Este es mi precepto, que os améis unos
a otros, como yo os he amado).
5 de noviembre de 1868
Habló don Bosco de la presencia real de
Jesucristo en la Eucaristía y dijo cómo Napoleón,
desterrado en la isla de Santa Elena, dio solemne
testimonio de esta verdad católica. Le gustaba a
Napoleón en aquella soledad, entretenerse hablando
de religión con algunos de sus oficiales, allí
deportados también por los ingleses. Un día cayó
la conversación sobre la presencia real de
Jesucristo en la Santísima Eucaristía. Uno de los
que escuchaban se mostraba reacio a aceptar el
dogma y se inclinaba a tener por verdadera la
herética opinión de Calvino, a saber, que la
Eucaristía no es más que un símbolo del Cuerpo de
Jesucristo; y Napoleón le contestó:
-No es posible que Jesucristo nos haya dado
solamente una figura, una señal, un recuerdo de su
cuerpo en aquel solemne momento. Un hombre
cualquiera, yo, por ejemplo, si me viera morir y
quisiera dejar ((**It9.403**)) a mis
más queridos amigos un recuerdo, dejaría lo más
valioso que me perteneciera. Ahora bien, como
vosotros sabéis, Jesucristo era Dios y ciertamente
podía dejar a sus files algo más valioso que lo
que yo pueda dejar. Por tanto, El nos ha dejado
realmente su cuerpo, porque de otro modo no nos
habría dejado nada extraordinario, si hubiera dado
a sus queridos discípulos lo que vosotros decís.
Debía dejar un don real, divino, como lo expresan
sus palabras, con las que lo había prometido, y
realmente nos lo dejó.
6 de noviembre de 1868
Después de las oraciones de la noche dijo don
Bosco a los sacerdotes, clérigos y jóvenes que
iban a vestir la sotana, reunidos en el comedor.
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