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Las dificultades con que don Bosco tropezaba
para que la Santa Sede aprobara su Pía Sociedad
nacían de las mismas Constituciones que, bajo
cierto punto de vista, parecían una novedad,
porque estaban adaptadas a los dificilísimos
tiempos que corrían, como ya hemos observado en
otra parte; nacían de la oposición de quien habría
preferido que el Oratorio fuese un Instituto
diocesano nada más y, por consiguiente, se
espantaba de todo lo que el Venerable se veía
obligado a hacer como fundador de una nueva
sociedad eclesiástica; nacían de una equivocada
interpretación del artículo primero de las Reglas
<> en el que se
leía que también era su finalidad la educación del
clero joven o sea, la formación de muchos
jovencitos recogidos en nuestras casas para los
estudios, con la idea principal de prepararlos
para la carrera eclesiástica, puesto que las
Reglas no indicaban, sino en segundo lugar, los
seminarios dependientes de los Obispos.
El Venerable no se amedrentó por esta negativa:
y ante las modificaciones propuestas, que no
estaban de acuerdo con sus ideas sobre el fin que
quería dar al Instituto, aunque dispuesto a la
obediencia cuando le fuera impuesta, no desistió
de dar explicaciones y de intensificar las
gestiones para ((**It9.380**))
conseguir su intento, siempre con una calma
imperturbable y respetuosa. Sabía que Pío IX
estaba muy a favor, que hasta él mismo en persona
había dado explicaciones sobre tales dudas al
prefecto de la Sagrada Congregación. Pero era una
prudente norma del Pontífice que toda cuestión
eclesiástica fuera presentada, discutida y
definida regularmente por las Sagradas
Congregaciones; y sólo en ciertos casos, y por
favor, hacía uso de la suprema autoridad. En los
momentos más difíciles fueron, sin duda, los
consejos de Pío IX los que permitieron al Siervo
de Dios superar gravísimos obstáculos, como
veremos.
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