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provecho. Para cualquier tema los encontrará. Su
libro de texto sea el catecismo, que debe servir
como tal para toda clase de personas.
>>Respecto a la condición de sus oyentes debe
saber regular su lenguaje con el lugar que ellos
ocupan en la sociedad. Ciertamente no se debe
decir a los pobres lo que es necesario inculcar a
los ricos; ni a los criados o dependientes lo que
es obligatorio exponer a los señores; a más de los
mandamientos comunes, Dios ha impuesto variados y
diversos deberes a las distintas clases sociales.
Pero la miel de la caridad debe mitigar el amargor
de la reprensión. No hay que ofender a las
personas con ironías ni invectivas; en los pueblos
pequeños especialmente no se deben proferir
palabras que puedan ser interpretadas como
alusivas a la conducta de ninguno. Hay que evitar
también toda alusión a la política. Tómense
testimonios para lo que se expone, sacados de la
Sagrada Escritura y especialmente de los hechos y
palabras de Nuestro Señor Jesucristo; y así, nadie
podrá llevarlo a mal, aunque ciertas verdades
parezcan un poco duras. Hablando, por ejemplo, a
los ricos, de la obligación que tienen de hacer
limosna, no se necesita clamar contra la dureza de
los corazones, sino que basta narrar la parábola
del rico Epulón.
>>Respecto a la cultura, el orador sagrado
deberá emplear aquel modo de decir que pueda ser
entendido sin ((**It9.24**))
dificultad alguna, si el auditorio se compone de
personas rudas. Con éstas será preciso adaptarse a
su lenguaje, pensar como ellas piensan,
transportarse al ambiente en que viven: el campo,
la oficina, el taller y las distintas profesiones
manuales. Así hacía el Divino Salvador cuando
predicaba a las turbas de Galilea, que se
componían de agricultores, pastores y pescadores.
Cuando los oyentes son cultos, sin duda que el
discurso va más adornado pero dentro de los
límites prefijados para la palabra evangélica. El
mayor ornato ha de ser de una gran claridad en las
palabras, en los pensamientos y en los
razonamientos.
>>El orador sagrado no debe adquirir su
elocuencia de la sabiduría del mundo, sino del
Espíritu de Dios. Y no andar con polémicas.
Presentar en el púlpito objeciones doctrinales y
después resolverlas, no es método a seguir, ya que
un cierto número de oyentes, víctimas de cierto
espíritu de contradicción, se colocan, aun sin
darse cuenta, del lado de las objeciones, y oyen
como jueces. Esto impide, a veces, que se logre
obtener el fruto apetecido, y también hay que
advertir que, a veces, las respuestas a las
objeciones, no siempre son comprendidas, sino con
frecuencia entendidas al revés; y en algunas
mentes quedan más grabados los errores que las
verdades opuestas. Estas discusiones hay que
dejarlas para los doctores, provistos de ingenio
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