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la vanagloria, las tentaciones de la carne, y del
demonio. El las vence con los tres votos de
castidad, pobreza y obediencia.
Con la castidad ofrecemos a Dios todo nuestro
cuerpo; el mundo y sus satisfacciones ya no son
para nosotros.
Con la pobreza renunciamos a los parientes, a
los amigos, a las riquezas y ponemos en práctica
lo que dice el Señor: Vade, vende quae habes et da
pauperibus et veni, sequere me (Ve, vende lo que
tienes, dáselo a los pobres y ven, sígueme).
Con la obediencia renunciamos a nuestra
voluntad, a nuestra libertad, y el Espíritu Santo
enseña que la obediencia da la victoria.
Puede que alguno diga:
->>Entonces el que entra en la Congregación
está obligado a renunciar a la libertad?
Y yo le respondo:
-Nadie le obliga a hacer los votos; se trata de
un consejo y no de un mandato. Cada uno los hace
por propia y libre voluntad, para agradar al
Señor.
Nuestros votos son simples.
En 1858, preguntado por Pío IX que dijera mi
parecer sobre la conveniencia de hacer o no hacer
los votos religiosos, yo dije que, al comienzo de
nuestra institución, me inclinaba a no hacer
votos, sino una simple promesa.
-íOh, no! contestó el Papa, porque esta promesa
tendría la misma importancia que el voto, pero no
tendría el mismo mérito ante Dios.
Y yo, pensaba como él...
Los votos vinculan la libertad, pero en ciertos
casos pueden ser anulados: están reservados a la
Santa Sede, si son perpetuos, y al Rector Mayor,
si son trienales. Debiendo recurrir a la Santa
Sede, se verá mejor si hay motivos suficientes
para ser dispensados.
IV
Dicen algunos que los institutos religiosos son
cosa de nuestros días, es decir, que han sido
instituidos con el cristianismo, pero se engañan
de medio a medio. Ya empezaron a manifestarse en
los primeros tiempos. Era una necesidad del
alma... Adán, arrojado del paraíso terrenal, se
retiraba por la noche a un lugar solitario, junto
a aquel jardín de delicias, y con la penitencia y
la educación de sus hijos en el santo temor de
Dios, suspiraba por la venida del prometido
Redentor.
Este era el suspiro de todos los justos, la
finalidad de los sacrificios de todos los jefes de
familia.
Para mantener viva esta espera, Dios escogió de
entre los descendientes ((**It9.346**)) de
Jacob, a la tribu de Leví y la encargó del culto y
de enseñar la ley; una verdadera sociedad
presidida por el Pontífice Máximo. Muchas madres
entregaban sus hijos al Señor y los presentaban a
los sacerdotes para que fueran educados en la
piedad y en la práctica de las virtudes, mientras
servían en el tabernáculo; así nacieron los
nazarenos.
Samuel fue el jefe de un grupo de profetas que,
llenos del espíritu divino, se dedicaban a cantar
las alabanzas del Señor.
La idolatría y las discordias dividieron los
reinos de Judá e Israel. El profeta Elías reunió
un gran número de jóvenes en el desierto para
instruirlos en la ley del Señor y para que se
dedicaran a la oración, al trabajo e hiciesen vida
común.
A Elías le sucedió el profeta Eliseo, y el
Señor premió la virtud de ambos con ruidosos
milagros, transmitiendo su misión a otros
profetas.
(**Es9.321**))
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