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Ciertamente, monseñor Rota le contestó sobre
cómo pensaba la mayoría de los obispos subalpinos
y cómo él también había condescendido con la
petición del Siervo de Dios.
El 27 de junio, sábado, después de las
confesiones, bajó don Bosco al comedor y leyó una
carta de don Miguel Rúa, al clérigo Berto y a
varios otros salesianos.
Unas monjas del sur de Italia le enviaban un
donativo por cierta gracia recibida. Como estaba
relajada la Comunidad en la observancia de las
Reglas, algunas religiosas se habían encomendado a
María Auxiliadora y no tardaron en enfervorizarse
todas en sus deberes religiosos.
Hablóse luego de las causas que enfrían el
espíritu de piedad y de obediencia. Se puso de
manifiesto cuán pernicioso es el apego a las
propias comodidades; el no querer renunciar a
ciertos objetos, a ciertas costumbres, no
conformes con el espíritu de las Reglas; se
observó que la ruina de muchas órdenes religiosas
fueron las riquezas. El afecto a la tierra
disminuye y, con frecuencia, apaga el deseo de las
cosas del cielo. Y don Bosco demostraba qué
tiranía ejerce en el corazón de las personas, aun
las buenas, el excesivo afecto a las riquezas.
La marquesa X..., que vivía en Turín, era ya
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decrépita y cayó gravemente enferma. Llamaron a
don Bosco. Era una de las primeras bienhechoras de
la casa, a la que todos conocían. Después de
confesarse, dijo a don Bosco:
-He llegado, pues, al fin de mi vida.
Y fijaba los ojos asustados en su cara. Don
Bosco le contestó que sólo Dios conoce el final de
nuestros días y que hemos de descansar tranquilos
en sus brazos, dejando que él disponga de nosotros
como le plazca.
-Entonces, >>tengo que dejar este mundo? >>Las
riquezas de mi casa? >>Se me quitará cuanto
poseo?, continuó diciendo la pobre señora, agitada
por la fiebre, que le ocasionaba un principio de
delirio.
El Venerable le dirigió unas palabras sobre los
bienes mayores que el Señor ha preparado para
quienes le aman, en comparación de los cuales los
bienes terrenos son más despreciables que el
fango.
La señora, sin prestar atención, exclamaba:
->>Dejar este palacio, mis habitaciones, mi
bonito salón? Me parecía estar tan bien en este
mundo... >>Y tengo que abandonarlo?
Dicho esto, hizo llamar a unos sirvientes y
ordenó que la llevaran al
salón. No se atrevían éstos a obedecerla, por
miedo a que se les muriera en el traslado. Pero
ella insistía y don Bosco creyó oportuno
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