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establecimientos públicos y privados y, con los
modales agradables, dulces, amenos, que sugiere la
verdadera caridad hacia el prójimo, empieza a
hablar de virtud y religión a quien nada quiere
saber de lo uno ni de lo otro. íFácil es imaginar
las habladurías que correrían a su cuenta! Unos
dicen que es un tonto, otros que es un ignorante,
hay algunos que le llaman borracho y no faltan
quienes le tildan de loco.
El animoso Felipe deja que cada cual opine a su
gusto; más aún, por las críticas del mundo él se
convence de que sus obras dan gloria a Dios,
porque lo que llama el mundo sabiduría, es necedad
ante Dios; por eso caminaba intrépido en la santa
empresa. Pero, >>quién puede jamás resistir la
terrible espada de dos filos de la Palabra de
Dios, a un sacerdote que corresponde a la santidad
de su ministerio?
En breve tiempo las personas de toda edad y
condición, ricos y pobres, doctos e ignorantes,
eclesiásticos y seglares, de la más alta clase
social hasta los aprendices, los barrenderos, los
criados, el peón y el maestro de obras comienzan a
admirar el celo del Siervo de Dios; van a oírle;
la ciencia de la fe se abre camino en sus
corazones: convierten el desprecio en admiración,
la admiración en respeto; y después ya no se ve en
Felipe más que al amigo verdadero del pueblo, al
ministro celoso de Jesucristo, que todo lo logra,
todo lo vence como señal de que todos son víctimas
afortunadas de la caridad del novel apóstol. Roma
cambia de aspecto, todos se profesan amigos de
Felipe, alaban a Felipe, hablan de Felipe, quieren
ver a Felipe. Así empiezan las conversaciones
maravillosas, las conquistas clamorosas de tantos
pecadores obstinados, según cuenta el biógrafo del
Santo (V. Bacci).
Pero Dios había enviado a Felipe especialmente
para la juventud, y por eso hacia ella dirigió sus
esfuerzos.
El género humano era para él como un gran campo
de cultivo. Si en su día se echa buena simiente,
se alcanza abundante cosecha; mas si se hace la
siembra fuera de la estación, no se recogerá más
que paja y cascabillo. Sabía también que en este
campo místico hay un gran tesoro escondido, o lo
que es lo mismo, las almas de muchos jovencitos
generalmente inocentes y a menudo malos sin
saberlo. Este tesoro, decía Felipe ((**It9.218**)) en su
corazón, está totalmente confiado a los sacerdotes
y, de ordinario, de ellos depende su salvación o
su perdición.
No ignoraba Felipe que corresponde a los padres
el cuidado de sus hijos y toca a los amos atender
a sus criados; pero cuando éstos no pueden, o no
son capaces de ello, o bien no quieren, >>habrá
que dejar que estas almas se pierdan? Sobre todo
teniendo en cuenta que los labios del sacerdote
deben ser guardianes de la ciencia y los pueblos
tienen derecho a buscarla en su boca y no en la de
otros.
Hubo algo al principio que pareció desalentar a
Felipe en el cuidado de los muchachos pobres y era
su inconstancia, sus recaídas en el mismo mal o en
otro todavía peor. Pero se rehízo de este temor
excesivo, al considerar que muchos preservaban en
el bien, que no era extraordinario el número de
los reincidentes y que éstos mismos terminaban
generalmente por ponerse en el buen camino, con
paciencia, caridad y gracia del Señor, y que por
esto la palabra de Dios era como una simiente que,
más pronto o más tarde, producía el fruto
suspirado. Así, pues, él, siguiendo el ejemplo del
Salvador, que continuamente enseñaba al pueblo:
erat quotidie docens in templo llamaba con premura
a los muchachos más díscolos, exclamando por
doquiera: Hijitos, venid a mí, yo os indicaré el
medio para haceros ricos, pero con riquezas
verdaderas, que jamás se malograrán; yo os
enseñaré el santo temor de Dios: Venite, filii,
audite me, timorem Domini docebo vos.
Estas palabras, acompañadas de su gran caridad
y de una vida que era el complejo de todas las
virtudes, lograban que grupos de muchachos de
todas partes
(**Es9.213**))
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