((**Es9.210**)
se puso a dialogar con él. Preguntó al desconocido
de dónde venía, qué hacía, por qué iba tan solo y
abatido; cuáles eran sus pensamientos, sus
proyectos, su vida pasada; si amaba al Señor, cuál
era su patria; y a cada pregunta daba la respuesta
del jovencito. Terminó preguntándole:
->>Amas a la Virgen?
Al llegar a este punto, suspendió el diálogo,
describió el semblante del joven, el brillo de sus
ojos al oír esta pregunta, su sonrisa, su
respuesta, y siguió interrogándole:
->>Quién eres, cómo te llamas?
-Felipe Neri, respondió el joven.
Dicho esto, entró en el tema diciendo:
-Vengo, queridos oyentes, a deciros cuál será
el porvenir de este joven.
No se puede describir la impresión que produjo
este sermón;
aunque las palabras de don Bosco originaran en
toda ocasión maravillosos efectos. Esta puede
deducirse del sermón que había escrito y que no
pronunció, y que ((**It9.214**)) aún se
conserva. Aunque improvisó, no cambió la esencia,
sino que expuso al auditorio todos aquellos
pensamientos.
Lo presentamos por entero, para que se conozca
cómo hacía don Bosco los panegíricos. Popular en
las ideas, sencillo en el lenguaje, afectuoso en
la expresión, puede servir de modelo al predicador
evangélico, que no mirá más que la salvación de
las almas.
PANEGIRICO
DE
SAN FELIPE NERI
Aunque las virtudes y las actuaciones de los
santos vayan dirigidas todas al mismo fin, que es
la mayor gloria de Dios y la salvación de las
almas, no obstante es diverso el camino seguido
para alcanzar el más alto grado de santidad al que
Dios los llamaba. La razón parece ser ésta: en la
maravillosa distribución de sus bienes, suele Dios
llamarnos a sí de varias maneras y por distintos
caminos, a fin de que las diversas virtudes,
contribuyendo todas a adornar y embellecer nuestra
Santa Religión, cubran, por así decirlo, a la
Santa Iglesia con un variado manto que lo haga
aparecer a los ojos del Celeste Esposo como una
reina sentada sobre un trono de gloria y majestad.
En efecto, nosotros admiramos el fervor de
muchos solitarios que, desconfiando de sí mismos
en tiempo de persecuciones o por miedo a naufragar
en el siglo, dejaron casa, parientes, amigos y
todo lo suyo para marchar a áridos desiertos,
apenas habitados por las fieras. Otros, como
aguerridos soldados del Rey de los cielos,
afrontaron todo peligro y despreciando el hierro,
el fuego y la misma muerte, ofrendaron con alegría
la vida, confesando a Jesucristo y sellando con su
propia sangre
(**Es9.210**))
<Anterior: 9. 209><Siguiente: 9. 211>