((**Es9.196**)
son imposibles los motines garibaldinos; guerra en
serio, sí. Pero se ve que no se atreven a empezar.
Los franceses parece que siempre están viniendo,
mas no llegan nunca. Lo cierto es que ya hay
preparado alojamiento con camas para cinco mil. El
Padre Santo está muy bien. El 5 de mayo bendijo
con gran solemnidad, en el jardín pontifício
vaticano, dos magníficas banderas que entregó a la
gendarmería y al cuerpo de zuavos. Habían sido
bordadas por las Damas de los Estados Unidos de
América una y la otra por las de Barcelona.
Después dirigió la palabra a las milicias.
>>Recordó que aquel día estaba consagrado a la
memoria de Pío V, y remarcó cómo los soldados,
armados por él contra los musulmanes, habían
humillado su orgullo con estrepitosa victoria,
alejando de Europa el yugo que pretendían imponer.
>>Declaró que era su deber defender los
derechos de la Iglesia y tener guardada en el
corazón plena confianza en el valor de sus
soldados. A éstos les recordó la gloria de haber
sostenido la causa de la religión y del derecho y
el galardón que por ello recibirían de Dios en la
otra vida. Aludiendo a los hechos guerreros del
año anterior, exclamó:
>>-Lo pasado no ha sido más que un preludio, un
principio;
pero no perdamos el ánimo; como siempre la Iglesia
triunfará: y con la Iglesia, el Estado. Como Pío
V, también yo soy príncipe de la paz, pero, a la
vez guerrero>>.
Así escribía el Conde Connestabile della Staffa
el 8 de mayo al caballero Oreglia, que ya había
vuelto al Oratorio.
Pío IX ponía toda su esperanza en la Virgen, la
cual en el tiempo establecido por voluntad de
Dios, infaliblemente acudiría en ayuda del Vicario
de su Divino Hijo: Terribilis ut castrorum acies
ordinata (Terrible como tropa formada en orden de
batalla).
Por aquellos días se acababan en Turín los
trabajos en la iglesia de María Auxilium
Christianorum, destinada a alcanzar fama mundial y
a propagar dicho título y devoción ((**It9.198**)) por
todas las naciones de la tierra y, de la que
brotarían innumerables fuentes de gracias. Era un
monumento preparado para el día de los triunfos.
Inde gloria mea! (de aquí, mi gloria) había leído
don Bosco sobre sus muros en una memorable visión.
El Sumo Pontífice, conocedor de la oportunidad de
esta obra, se había apresurado a concurrir a ella
con favores materiales y espirituales.
En los volúmenes anteriores hemos hablado del
exterior de esta iglesia; ahora lo haremos del
interior, tal como era en aquellos tiempos, y como
fue entonces descrito por don Bosco.
(**Es9.196**))
<Anterior: 9. 195><Siguiente: 9. 197>