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un grito terrible, saltó hacia atrás y
desapareció; pero, mientras lo hacía, pude oír una
voz que desde lo alto pronunció claramente estas
palabras:
->>Por qué no hablas?
El Director de Lanzo, don Juan Bautista
Lemoyne, se despertó aquella noche con mis ayes
prolongados y oyó cómo golpeaba la pared con las
manos. Por la mañana me preguntó:
-Don Bosco, >>ha soñado esta noche?
->>Por qué me lo preguntas?
-Porque he oído sus gritos.
De esta manera entendí que era voluntad de Dios
que os contara lo que había visto, por lo que he
determinado narraros todo el sueño; de lo
contrario traicionaría a mi conciencia; de esta
forma creo también que me veré libre de la
presencia de estos fantasmas.
Demos gracias al Señor por su misericordia y
procuremos poner en práctica los avisos que se nos
den y servirnos de los medios que nos sean
sugeridos para ayudarnos a conseguir la salvación
de nuestras almas. En esta ocasión pude conocer el
estado de la conciencia de cada uno de vosotros.
Pero deseo que cuanto os voy a decir quede
entre nosotros. Os ruego que no escribáis ni
habléis de ello fuera de casa pues no son cosas
que se han de tomar a broma, como algunos podrían
hacer, y para que no puedan originarse
inconvenientes que sirvieran de disgusto a don
Bosco. A vosotros os las cuento con toda confianza
porque sois mis queridos hijos y por eso las
debéis escuchar como dichas por un padre.
He aquí los sueños que yo quería pasar por alto
y que me veo obligado a contaros.
Desde los primeros días de la semana santa (5
de abril) comencé a tener unos sueños que ocuparon
mi imaginación y me molestaron durante varias
noches. Estos sueños me producían además un gran
cansancio, de forma que a la mañana siguiente de
haber soñado me sentía tan falto de fuerzas como
si hubiera pasado trabajando las horas del
descanso, sintiéndome al mismo tiempo turbado e
inquieto.
La primera noche soñé que había muerto. La
segunda que estaba en el juicio de Dios, ((**It9.157**))
dispuesto a dar cuenta de mis obras al Señor; pero
en el momento me desperté y comprobé que estaba
aún vivo en la cama y que, por tanto, disponía
todavía de tiempo para prepararme mejor a una
santa muerte. La tercera noche soñé que me
encontraba en el paraíso, donde me pareció estar
muy bien y gozando mucho. Al despertarme por la
mañana desapareció tan agradable ilusión; pero me
sentía resuelto a ganarme, a costa de cualquier
sacrificio, el reino eterno que había vislumbrado.
Hasta aquí se trataba de cosas que no tienen
importancia para vosotros y carecen de todo
significado. Se va uno a descansar preocupado por
una idea, y es natural que, durante el sueño, se
reproduzcan escenas relacionadas con las cosas en
las cuales se ha estado pensando.
Era la noche del jueves santo (9 de abril).
Apenas comenzó a invadirme un leve sopor, cuando
me pareció encontrarme bajo estos mismos pórticos,
rodeado de nuestros sacerdotes, clérigos,
asistentes y alumnos. Parecióme después, mientras
vosotros desaparecíais, que yo avanzaba un poco
hacia el patio.
Estaban conmigo don Miguel Rúa, don Juan
Cagliero, don Juan Bautista Francesia, don Angel
Savio y el jovencito Preti; y un poco apartados
José Buzzetti y don Esteban Rumi, del Seminario de
Génova y gran amigo nuestro.
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