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Renovando, pues, mi agradecimiento con los
sentimientos del más alto aprecio y de afecto
verdadero, me honro al suscribirme,
De usted, Rvmo. Señor,
Roma. 13 de abril de 1868.
Su atento
y seguro servidor
EUSTAQUIO GONELLA, Cardenal
((**It9.133**)) Don
Bosco estaba en Lanzo para descansar un poco. Se
encontraba muy quebrantado de salud y esto le
impedía estar en comunicación directa con los
muchachos. Por la noche no podía descansar, pues
una serie ininterrumpida de sueños desde hacía
unos diez días, no le daba punto de reposo. Se
retiraba a las once de la noche con la esperanza
de poder dormir profundamente después de una
prolongada vigilia, pero de nada servía tal
precaución. Uno de dichos sueños referíase al
Colegio de Lanzo y lo contó al Director de dicho
centro la mañana de su partida, que fue el día 17,
encargándole que él, a su vez, lo contase a la
comunidad.
El Director le acompañó hasta Turín, pues tenía
que ir a predicar ejercicios espirituales a
Mirabello, y desde allí envió a sus alumnos la
relación de cuanto don Bosco le había dicho:
18 de abril de 1868
Mis queridos hijos del Colegio de Lanzo:
Por lo apresurado de mi marcha no me pude
despedir de vosotros como hubiera sido mi deseo,
pero os escribo desde Turín lo que me hubiera
gustado deciros. Escuchadme, pues, con atención
porque os habla el Señor por boca de don Bosco.
La última noche que don Bosco estuvo en Lanzo
pasé horas de verdadera inquietud durante el
descanso. Vosotros sabéis que mi habitación está
próxima a la suya; pues bien, dos veces me
desperté sobresaltado sin saber el motivo; me
parecía haber oído un grito prolongado que
infundía pavor. Me senté en la cama, presté
atención y me di cuenta de que aquel ruido
procedía de la habitación de don Bosco. Por la
mañana, pensando en lo que había oído, decidí
hablar de ello a nuestro padre.
-Es cierto, me respondió; esta noche he tenido
unos sueños que me causaron profunda tristeza.
Me pareció encontrarme a orillas de un torrente
no muy ancho, pero sí de aguas turbias y
espumosas. Todos los alumnos del Colegio de Lanzo
me rodeaban e intentaban pasar a la orilla
opuesta.
Muchos tomaban carrerilla, saltaban y
conseguían caer de pie en la parte seca de la otra
orilla íqué magníficos gimnastas! Pero otros
fracasaban: quién caía de pie al borde mismo del
torrente y, perdiendo el equilibrio, se
precipitaba de espaldas dentro del agua; quién
caía con ruido en el centro del torrente y
desaparecía; alguno se golpeaba en el pecho o en
la cabeza contra las piedras que sobresalían de
las aguas y se rompía el cráneo o le manaba sangre
de la boca.
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