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durante un mes hiciesen alguna práctica piadosa
diaria de oraciones y de virtud en honor de san
José (como preparación para su fiesta del 19 de
marzo) trescientos días de indulgencia cada día, y
plenaria en cualquier día que ellos quisieran de
dicho mes, siempre que en el mismo, verdaderamente
arrepentidos, confesados y comulgados, orasen
según la intención del Sumo Pontífice; pero sin
necesidad de visitar una iglesia determinada. Don
Bosco conocía y predicaba el valor inestimable de
las indulgencias y san José, después de la Virgen,
había sido proclamado protector de los estudiantes
y aprendices del Oratorio.
Estaba todo brillantemente dispuesto para la
fiesta en el día señalado, que era jueves. Se puso
cuanto se pudo. Todo el espacio de la futura
iglesia estaba cubierto con un amplio tablado de
madera sobre el cual se habían colocado amplias
telas y colchas para remediar la desigualdad de
las tablas. Se colocó un pequeño altar de madera
en el mismo sitio donde el día anterior, de
acuerdo con las rúbricas, se había levantado una
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gran cruz, en el mismo lugar donde debería ir
después el altar mayor. Sobre el altar veíase
dominar la cruz y a ambos lados cirios encendidos
y floreros. El altar estaba cubierto con telas
ornadas de franjas doradas y sobre él se levantaba
un majestuoso pabellón, cerrado por tres de sus
partes y abierto de frente. La parte posterior
estaba formada por una bandera nacional con el
escudo de los Saboya en el centro. Cubría el
pavimento una preciosa alfombra. A la derecha
había una bandeja con la piedra angular, la
paleta, un martillo de plata y un cofrecito para
el acta notarial. En el centro de la futura
iglesia se extendía un amplísimo toldo ornado de
franjas y sostenido por cuatro altísimos varales
pintados con fajas blancas y encarnadas. Bajo el
toldo, al lado del Evangelio, se levantaba un gran
palco para los cantores, ante los cuales estaba la
banda de música. En el lado de la Epístola, un
sillón con un reclinatorio cubierto de damasco
para el Príncipe Real. A la entrada de la iglesia
se levantaba un gran arco triunfal con una
inscripción y por una grada de madera se subía a
la explanada donde debía tener lugar la ceremonia.
El Obispo de Casale, que debía presidir la
ceremonia, impedido por compromisos urgentes,
excusó su ausencia con un telegrama. Don Bosco
envió a don Celestino Durando a Susa, de donde
volvió aquel mismo día con monseñor Juan Antonio
Odone, quien rápidamente aceptó la invitación.
Todo estaba a punto. Mas he aquí que, hacia la
una de la tarde, se levantó un viento impetuoso
que parecía querer destrozar y llevárselo
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