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la misión, manifestada cuando era todavía un niño,
y parece que entonces se repetía el diálogo entre
Débora y Barac:
-Si tú vienes conmigo, yo iré; mas si no vienes
conmigo, yo no me muevo.
-Pues bien, iré contigo.
Esta era la promesa de la Madre de Dios. Y don
Bosco a partir de 1845, y aún antes, empezó a
hacer maravillas con sus bendiciones, las cuales
demostraban que María Santísima estaba con él.
Tenía, pues, razón don Bosco para desear una
fiesta lo más solemne posible y, en consecuencia,
pedía al hijo del rey Víctor Manuel II, el
príncipe Amadeo, duque de Aosta, de veinte años de
edad, que se dignase colocar la piedra angular de
la iglesia. El Príncipe aceptó gentilmente la
invitación.
Don Bosco podía dedicarse con mayor asiduidad a
los preparativos de la fiesta porque empezaba a
palpar los preciosos frutos de su Pía Sociedad.
Hacía cuatro años que en todas las témporas
recibía las sagradas órdenes alguno de sus
clérigos, y el número de sus sacerdotes, ayudados
por celosos sacerdotes diocesanos, le permitía
hacerse suplir casi del todo en las instrucciones
dominicales de la tarde en Valdocco y en los
Oratorios de San Luis y del Angel Custodio. El se
reservaba para sí la narración de la Historia
Eclesiástica por la mañana en la iglesia de San
Francisco de Sales, que luego continuó en la de
María Auxiliadora hasta 1869.
Seguía contando con la admirable ayuda del
teólogo Borel, siempre dispuesto a todo, humilde e
inflamado en amor de Dios. Cierto domingo, fue
llamado este celoso sacerdote para predicar en el
Oratorio después de haber ejercido su ministerio
durante la mañana en varias iglesias de la Ciudad.
El enviado lo encontró ((**It8.92**)) en el
huerto que hay delante de su casa en el Refugio,
comiendo un pimiento con un trozo de pan, pues
estaba todavía en ayunas. Oído el recado, exclamó
el buen sacerdote:
-íBueno, se acabó la comida!
Y sin más, se encaminó hacia el púlpito.
El teólogo Borel era caballero de la Orden de
San Mauricio y San Lázaro. Un día estaban los
clérigos del Oratorio hablando del ingeniero
Spezia y pronosticaban que pronto sería
condecorado con la cruz de aquella Orden, como en
efecto sucedió. En aquel momento atravesaba el
patio el teólogo Borel que acababa de predicar; se
paró un momento para saludarlos; y ellos
familiarmente le preguntaron por qué motivo le
habían concedido a él el galardón Mauriciano.
Sonriendo, respondió:(**Es8.90**))
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