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por la santa fe católica los santos mártires
Aventor y Octavio a fines del siglo tercero. Es
éste, pues, un terreno regado con la sangre de los
mártires, favorecido consiguientemente por el
cielo con especiales bendiciones, como atestiguan
los muchos y verdaderamente admirables institutos
de caridad que los rodean, entre los cuales el
coloso de la Pequeña Casa de la Divina
Providencia, y como nos da fe el Oratorio contiguo
en donde hay más de setecientos jóvenes que
reciben educación cristiana y que salvarán al
menos una parte de la creciente generación del
naufragio de la incredulidad y de las malas
costumbres.
Esta nueva iglesia llevará además el glorioso
título de María Auxilium Christianorum. Y >>quién
hay entre nosotros, queridos hermanos, que no
sienta el corazón lleno de gozo con las más dulces
esperanzas al pensar que aquí estará uno de los
lugares, en donde María derrama los tesoros de sus
misericordias? Los discípulos de Jesucristo han
colocado siempre sus esperanzas en la protección
de la Madre de su Divino Maestro, y de Ella
esperaron y recibieron siempre toda la ayuda que
les fue necesaria; y María demostró siempre
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era el auxilio de los cristianos, Auxilium
Christianorum.
A María, en efecto, recurrió el Pontífice San
Gregorio Magno y por su gracia era Roma liberada
del azote de la peste. A María se dirigieron los
cristianos de Constantinopla siempre que hubieron
de combatir con los turcos, y vencieron siempre,
hasta que ellos mismos no consumaron su rebelión
contra el Vicario de Jesucristo. A María
recurrieron los cristianos del Languedoc, guiados
por el valiente y piadoso Montfort contra los
feroces Albigenses, y alcanzaron plena victoria. A
María acudió el Pontífice San Pío V, cuando los
mahometanos con una flota inmensa avanzaban
furibundos contra nuestra Italia, y la victoria de
las naves cristianas fue tan completa, que gran
número de banderas turcas fueron ofrecidas a María
en su iglesia del Capitolio; y desde entonces en
adelante, por decreto de la Santa Sede, María es
saludada como Auxilium Christianorum. A María
suplicaron nuestros padres durante los tres meses
de angustia que duró el asedio de Turín en 1706, y
la estupenda basílica de Superga, que corona
nuestros collados, nos dice la portentosa ayuda
que obtuvieron y lo sigue diciendo la procesión
general que hacemos el día de la Natividad de la
Santísima Virgen. A María también presentamos
nuestras súplicas, hace ya casi treinta años,
cuando la peste asiática, segando por cientos y
millares las víctimas en las ciudades vecinas,
empezaba ya a dar los golpes de su guadaña, y la
columna que se admira ante el santuario de Nuestra
Señora de la Consolación nos dice a todos bien
claro cómo nos llegó su asistencia prodigiosa.
Pero entre los innumerables y suavísimos
recuerdos que tenemos del auxilio concedido por
María a los cristianos, hay uno que siempre nos
llena de maravilla, cuantas veces lo recordamos, y
es, cuando el Sumo Pontífice Pío VII volvió contra
toda esperanza a Roma para sentarse en el trono de
san Pedro tras una larga e injustísima prisión.
íAh, qué días de prueba y de dolor fueron
aquéllos para los cristianos! El Padre común,
arrancado violentamente de su Sede, gimió durante
cinco años bajo la tiranía de un emperador taimado
y poderoso, que pretendía obligarle a traicionar a
la Iglesia. Todos rezaban a la gran Señora, que ha
aplastado la cabeza de la serpiente infernal, que
asistiera al Sumo Pontífice en una lucha tan
terrible: y el buen Pío VII no cesaba de
abandonarse en las manos de la Reina de los cielos
honrándola especialmente en su marmórea imagen del
santuario de Savona. Y María dio nuevas pruebas de
que era nuestro auxilio. Y de golpe cayó el
poderío colosal de Napoleón I que se apoyaba en su
orgullo y en una política de sangre, y el Vicario
de
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