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y engrandezca sin construir en la misma proporción
nuevas iglesias es como si nuestro cuerpo
creciera, pero el alma no tomase posesión de este
aumento y permaneciese encerrada en las partes
antiguas sin vivificar las nuevas.
Las calles espaciosas, los espléndidos
palacios, las largas hileras de pórticos
magníficos, los amenos jardines, las amplias y
regulares plazas pueden deleitar la vista durante
un rato, pero carecen de fuerza para levantar el
alma a sublimes pensamientos y no pueden infundir
en el corazón los sentimientos de paz, de calma,
de esperanza y de amor que forman su vida. Somos
desterrados, hermanos míos, somos peregrinos fuera
de la patria celestial; y por tanto, todas las
bellezas y amenidades de este mundo, si no tienen
el poder de levantar nuestra mirada y llevar
nuestros deseos hacia el cielo, seguirán siendo
siempre cosas de este pobre valle de destierro, y
carecen de la nobleza y sublimidad, que es un
elemento de la verdadera belleza. Es el aspecto de
la iglesia, quien despierta en nosotros el
sentimiento de nuestra dignidad, y nos hace decir
con San Pablo: nosotros no somos extranjeros ni
forasteros del cielo, sino que somos conciudadanos
de los habitantes de allá arriba, formamos parte
de la casa de Dios. Esta es la razón por la cual
iban a porfia en los tiempos pasados los
cristianos para embellecer sus ciudades con
iglesias, que eran portentos de arquitectura, y
que, con sus cúpulas y agujas hendiendo las nubes,
parecía como que quisieran llevar a viva fuerza
hacia el cielo los corazones de quien las
contemplaba. Esta es la razón por la que nuestros
mayores adornaban con iglesias distintas las
principales calles de la ciudad, entre las que
está aquélla en la que descansan los restos de los
mártires de Turín, toda ella de mármoles y
bronces: embellecían la plaza principal con las
estupendas cúpulas de san Lorenzo y el santo
Sudario, y a poca distancia del Palacio Municipal
((**It8.1045**)) hacían
surgir el espléndido templo que nos recuerda el
milagro del Corpus Christi.
Si al entrar en una ciudad y recorrer sus
calles no se encuentra una imagen sagrada, no se
ve la casa de Dios o se la ve rara vez, no es
posible que no nos preguntemos a nosotros mismos:
>>qué clase de gente vive en estos lugares?
>>Saben que tienen una alma creada para la
eternidad? >>Saben que la religión es el único
fundamento seguro de los deberes que se han de
cumplir entre marido y mujer, entre padres e
hijos, entre amos y criados, entre ciudadanos y
ciudadanos? Si no lo saben: en verdad que no hay
un pueblo tan salvaje, no hay una tribu tan ajena
a la vida civil, que no les sobrepase en lo que
constituye la primera cultura del hombre.
Y si lo saben, >>cómo es que no se proveen de
iglesias, donde aprender y ejercitar la religión?
>>Ignoran tal vez que donde faltan las iglesias,
más tarde o más temprano, se apaga la fe y
desaparece la religión? íOh! Haga Dios que vuelvan
pronto aquellos tiempos de cuando una ciudad no
crecía en casas sin crecer también en iglesias,
puesto que sólo en la casa de Dios está la norma
cierta y la salvaguardia segura de las costumbres
que deben informar la vida de los ciudadanos. Haga
Dios que pronto veamos surgir un gran número de
iglesias en las zonas nuevas de esta nuestra
querida ciudad de Turín, y que se levanten otras
aún más espléndidas y suntuosas, pues la casa de
Dios debe sobrepujar a todos los edificios en
belleza y esplendor. Mientras tanto agradezcamos
al Altísimo, que en esta parte de la ciudad, en la
que en un distrito parroquial de veintiséis mil
habitantes no hay más que una iglesita, se
edifique ahora este sagrado templo, y cooperemos
con toda la generosidad posible para que cuanto
antes llegue a su fin.
Los más gloriosos recuerdos y las más dulces
esperanzas se dan cita en él.
Se levanta este edificio en el valle que
nuestros padres llamaron de los muertos (Vallis
occisorum) porque en este lugar, según la
tradición, derramaron su sangre
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