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de celebrarlo; además, quién sabe si de aquí a
cien años habría tenido yo la satisfacción de
hablaros... Así que he cumplido el consejo de mis
padres: Quien tiene tiempo, no espere el tiempo y
también aquel otro: No busques el mañana incierto
/ si te dan hoy para gozar.
Con una buena provisión de amigos en la
faltriquera y con muchas ideas bonitas en la
cabeza, a Roma que me fui a la mitad de junio.
Muchos eran los que intentaban disuadirme so
pretextos de la edad, el cólera, los salteadores
de caminos y de ((**It8.1028**)) yo qué
me sé. Debo deciros sencillamente que no atendí a
nadie y acerté. En cuanto a la edad vi a muchos
más viejos que yo, que no solamente no habían ido
tan cómodos como yo desde el Piamonte y en barco,
sino a obispos venerandos de blancas y largas
barbas, gastados por las fatigas apostólicas y los
años. Y sin embargo, a la palabra del Papa, se
habían puesto en viaje desde China, Japón y
Abisinia, países que me dijeron están a más de
cinco o seis mil millas lejos de nosotros.
En dos días estuve en Roma. íQué magnificencia!
Entré despacito en la gran ciudad, confundido a la
vista de tantas hermosuras. Lo imaginado ya era
grande, pero la realidad fue superior. Baste
deciros que yo creo, y creo la verdad, que allí se
hablaban todas las lenguas, y los sacerdotes para
entenderse mejor lo hacían en latín. íMenudo lío
para mí, que no entiendo ni el latín que digo en
las vísperas! Recuerdo que uno me preguntó en esta
lengua y no sé lo que le respondí, pero sí sé que
se rió muy a gusto y se marchó. Se dio cuenta de
que no era tan famoso. Si mal no recuerdo éstas
fueron las palabras de aquel tal: O bone hospes,
ostende mihi viam qua itur ad Quirinalem. Sabe
Dios la de cosas extrañas que yo imaginé. Ahora sé
por un amigo que aquellas palabras querían decir
en buen hablar: Querido forastero, enséñame, por
favor, la calle que lleva al Quirinal.
No os hablo de la bondad de los ciudadanos:
todos quedamos verdaderamente satisfechos; y eso
que nos los habían pintado con tan negros colores.
Pero en hablaba así, estaba interesado en ello.
Decían que no había ni un solo puesto; y se habría
encontrado albergue para otros tantos forasteros.
Y advertid que había 160 mil que habían acudido de
todas las partes del globo. íQué modos de vestir,
de andar, de hablar! Pero todos estaban de acuerdo
en un solo lugar, en la iglesia. íQué hermoso
espectáculo oír alabar a Dios, rezar ante el
Sepulcro del Apóstol, encomendar a Pío IX en
tantas lenguas! En la Basílica San Pedro recé, y
recé por mí y por todos mis amigos, que sois
vosotros, queridos lectores.
Pero mi corazón quedó verdaderamente
sobrecogido de alegría cuando vi por vez primera
el angélico rostro de Pío IX. Yo no sé si a todos,
pero a muchos de los que estaban a mi lado les
caían las lágrimas ante él, pensando cómo muchos
de sus hijos amargaban aquel corazón tan
bondadoso, tan piadoso, tan santo. Y después qué
decoro, qué espectáculo ver desfilar a casi 500
prelados (ahora he sabido que entre obispos,
arzobispos y patriarcas eran 499), todos con un
rostro venerando, y todos con un solo corazón y
una sola alma, todos en un solo pensamiento con
Pío IX, todos unidos en una sola fe, una sola ley,
dispuestos a verter su sangre por ella. Y cuántos,
que ya habían debido padecer por Dios largos años
de angustioso destierro. Vi con afectuosa
satisfacción al amado cardenal De Angelis, que nos
había edificado con sus virtudes en Turín, vi al
buen obispo de Avellino, vi a tantos otros que
habían sufrido destierro, cárceles y
humillaciones. Y ahora estaban allí en torno a la
cátedra de Pedro diciendo a su sucesor: Por Ti y
por lo que tú apruebes o condenes ((**It8.1029**))
estamos dispuestos a soportar de nuevo otros y más
terribles tormentos. Sé que el buen Pío
experimentó una singular alegría al contemplar a
tantos hermanos suyos en el episcopado haciéndole
corona y venidos a su simple invitación.
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