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El Arzobispo, a la par que condescendía a la
petición de los clérigos de ir a clase al
Seminario, repetía que no permitiría que ninguno
de los clérigos del Oratorio, diocesanos suyos,
fuera ordenado, si no se uniformaba a sus
prescripciones.
En aquel momento era conocida por bastantes la
controversia entre el Arzobispo y don Bosco, y
personajes sesudos participaban en favor de uno y
de otro.
Algunos párrocos estaban de parte de Su
Excelencia y se oponían a que los muchachos de su
parroquia se hicieran salesianos y querían que los
que ya eran clérigos, entrasen en el Seminario.
Estaban entre éstos el párroco de Caramagna y
el de None. El primero, el teólogo Bernardo
Appendini, modelo de virtudes sacerdotales, creía
que don Bosco era un fanático, que infundía su
fanatismo en los demás. Acostumbraba decir:
-Los que se quedan con don Bosco están locos o
terminarán por estarlo.
Aludía al pobre reverendo Fusero que había
enloquecido, es cierto, mas no por fanatismo
religioso. No pensaba que don Juan Bonetti y don
Santiago Costamagna, también feligreses suyos, y
que estaban con don Bosco, no tenían la cabeza
desequilibrada, como espléndidamente lo
demostraban y lo demostraron con sus hechos.
Pero él había empezado a opinar más
favorablemente sobre don Bosco, desde que monseñor
Rota, Obispo de Guastalla, llegó a Turín relegado
a domicilio forzoso. Cuando supo la caridad con la
que el Obispo ((**It8.1004**)) había
sido recibido en el Oratorio, después de no
haberlo sido en ningún otro lugar por miedo a
alguna molestia por parte del Gobierno, exclamó
inmediatamente:
-íHe aquí un hombre verdaderamente generoso que
hace el bien por el bien! No tiene fines de otra
índole; no mira el peligro a que se expone; no
teme nada y cumple su deber con franqueza y
tranquilidad. Entonces don Bosco no es ese hombre
que me han hecho suponer...
Tomó, en consecuencia, el propósito de estudiar
las acciones del Siervo de Dios. Su estudio fue
largo y desapasionado; sin embargo, no comprendió
la necesidad que don Bosco tenía de retener a los
clérigos que querían ayudarle; y le parecían
necesarias las disposiciones del Arzobispo.
También era difícil en doblegarse el teólogo
Abrate, piadoso y doctísimo párroco de None. No
había cedido nunca en la cuestión, y tenía muchos
prejuicios contra el Oratorio. Había movido cielos
y tierra para que el clérigo Pablo Albera, su
feligrés, entrase en el Seminario
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