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que este se colocase bajo Ella y, alejando con la
izquierda al guerrero que había salido a sus pies,
éste empequeñecía y se ponía boca abajo tras de la
gran Virgen Nazarena, inmóvil sobre el ancho
pedestal sobre el cual estaba desde el principio
de la visión. El cielo, el sol, el aire empezaron
como a sonreír dulcemente. Un admirable silencio
reinó inmediatamente por doquier. Desaparecieron
los sublevados. La ciudad descansó tranquila. Los
buenos, que hasta ahora habían levantado las manos
hacia Ella, refugio de los afligidos, y que,
aunque no hablasen, veíanse todos envueltos por el
mismo afecto y admiración, saludándola alegres, se
retiraban de la plaza.
((**It8.992**)) La
conclusión nos recuerda las palabras dichas por
don Bosco a fines del año anterior:
-íNo entrarán!
Esta promesa solamente se refería a la invasión
del 1867, porque era muy otro su convencimiento
para el tiempo futuro, como ya hemos visto y
veremos mejor en el curso de estas Memorias.
Pero la batalla de Mentana fue también un
triunfo admirable de la misericordia de Dios. Los
heridos garibaldinos, transportados a Roma, fueron
tantos que, como no bastaran los hospitales para
atender a todos cómodamente, abriéronse otros por
la caridad romana. En todos ellos hacían que
abundase no solamente lo necesario, sino hasta las
delicadezas. Es difícil que la fe se apague
totalmente en un corazón italiano: los heridos
aceptaban con gusto, besaban y se ponían al cuello
la medalla y el escapulario de la Virgen.
Asistidos por numerosos sacerdotes, dieron
muestras de verdadera penitencia; y los que morían
celebraban verse libres del peso de sus culpas.
Pío IX les consoló algunas veces con sus visitas
paternales; y los nobles señores se prestaron por
turno, con la más religiosa caridad, lo mismo de
día que de noche, a los más humildes servicios de
enfermeros, de modo que llamaban la atención hasta
a los mismos enemigos en el lecho del dolor. Entre
estos enfermeros estuvo el salesiano caballero
Federico Oreglia di Stefano, llegado pocos días
antes a Roma.
El 14 de noviembre escribía a Turín su hermano
el padre José.
Federico estuvo conmigo para ver las
fortificaciones que continúan y aumentan. Después
me llevó a visitar el hospital de Garibaldi...
Aquí aumentan cada día los franceses y se calcula
que aún aumentarán más. No se cree que piensen
partir... Roma vuelve a la paz. Pero tuvimos tres
o cuatro días malos, cuando los garibaldinos
estaban a las puertas y no llegaban los franceses;
y se creía que vinieran en su lugar los italianos.
Ahora, gracias a Dios, todo está en paz... No
hemos sufrido nada en proporción al peligro.
Tuvimos, sin embargo, todos los vidrios rotos al
estampido de una bomba aquí cerca. Tampoco fuera
de Roma tuvieron que sufrir nada los Jesuitas.
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