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((**Es8.842**) que este se colocase bajo Ella y, alejando con la izquierda al guerrero que había salido a sus pies, éste empequeñecía y se ponía boca abajo tras de la gran Virgen Nazarena, inmóvil sobre el ancho pedestal sobre el cual estaba desde el principio de la visión. El cielo, el sol, el aire empezaron como a sonreír dulcemente. Un admirable silencio reinó inmediatamente por doquier. Desaparecieron los sublevados. La ciudad descansó tranquila. Los buenos, que hasta ahora habían levantado las manos hacia Ella, refugio de los afligidos, y que, aunque no hablasen, veíanse todos envueltos por el mismo afecto y admiración, saludándola alegres, se retiraban de la plaza. ((**It8.992**)) La conclusión nos recuerda las palabras dichas por don Bosco a fines del año anterior: -íNo entrarán! Esta promesa solamente se refería a la invasión del 1867, porque era muy otro su convencimiento para el tiempo futuro, como ya hemos visto y veremos mejor en el curso de estas Memorias. Pero la batalla de Mentana fue también un triunfo admirable de la misericordia de Dios. Los heridos garibaldinos, transportados a Roma, fueron tantos que, como no bastaran los hospitales para atender a todos cómodamente, abriéronse otros por la caridad romana. En todos ellos hacían que abundase no solamente lo necesario, sino hasta las delicadezas. Es difícil que la fe se apague totalmente en un corazón italiano: los heridos aceptaban con gusto, besaban y se ponían al cuello la medalla y el escapulario de la Virgen. Asistidos por numerosos sacerdotes, dieron muestras de verdadera penitencia; y los que morían celebraban verse libres del peso de sus culpas. Pío IX les consoló algunas veces con sus visitas paternales; y los nobles señores se prestaron por turno, con la más religiosa caridad, lo mismo de día que de noche, a los más humildes servicios de enfermeros, de modo que llamaban la atención hasta a los mismos enemigos en el lecho del dolor. Entre estos enfermeros estuvo el salesiano caballero Federico Oreglia di Stefano, llegado pocos días antes a Roma. El 14 de noviembre escribía a Turín su hermano el padre José. Federico estuvo conmigo para ver las fortificaciones que continúan y aumentan. Después me llevó a visitar el hospital de Garibaldi... Aquí aumentan cada día los franceses y se calcula que aún aumentarán más. No se cree que piensen partir... Roma vuelve a la paz. Pero tuvimos tres o cuatro días malos, cuando los garibaldinos estaban a las puertas y no llegaban los franceses; y se creía que vinieran en su lugar los italianos. Ahora, gracias a Dios, todo está en paz... No hemos sufrido nada en proporción al peligro. Tuvimos, sin embargo, todos los vidrios rotos al estampido de una bomba aquí cerca. Tampoco fuera de Roma tuvieron que sufrir nada los Jesuitas. (**Es8.842**))
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