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una sordera que le incapacitaba para los asuntos
más importantes de la parroquia, especialmente
para asistir a los enfermos y confesar a los
fieles. Después de dieciocho meses de
empeoramiento, creció tanto el mal que no percibía
ni una palabra pronunciada con fuerza junto a su
oído y ni siquiera el sonido de la campana gorda.
Es difícil imaginar el malestar que esta desgracia
le ocasionaba. El no poder desempeñar sus deberes
le produjo tal melancolía que iba acabando con la
poca salud que le quedaba. Inútilmente había
probado todos los adelantos de la ciencia médica.
Así andaban las cosas cuando su coadjutor, don
Ascanio Savio, pensó comunicárselo a don Bosco,
quien mandó decir al enfermo que hiciese una
novena a María Santísima Auxiliadora, con la
promesa de una ofrenda, una vez obtenida la
curación. El Párroco aceptó.
Por la mañana del 2 de octubre, fiesta de los
Angeles Custodios, salió de la casa parroquial
para celebrar la santa misa. Estaba muy afligido;
hasta había hecho llorar a la sirvienta, porque
creía que ella le hablaba bajito para hacerle
rabiar, siendo así que se desgañitaba para hacerse
entender, aunque inútilmente. Cuando entró en la
sacristía dijo:
-Hoy quiero encomendarme a mi buena Madre María
en la santa misa, y si, como tantos otros, logro
también yo verme libre de esta triste situación,
haré la ofrenda para su iglesia.
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Completamente resuelto, se revistió los ornamentos
sagrados, salió al altar y empezó: In nomine
Patris, etc. El niño César Cagliero, que fue más
tarde sacerdote salesiano y Procurador General de
la Pía Sociedad, le ayudaba la misa. Como sabía
que era sordo, respondía como de costumbre al
salmo Introibo a voz en grito, aunque inútilmente,
ya que el Párroco se regía por el movimiento de
los labios del monaguillo. Pero, aquella mañana,
el venerando Cinzano se paró, calló y volviéndose
a Cagliero, le dijo:
-íCaramba, contesta más bajo, que me aturdes!
Y continuó el salmo. Como el chiquillo siguió
respondiendo algo más bajo, pero todavía en alta
voz: <> se dio cuenta de que la gracia estaba
concedida y repitió al monaguillo:
-íYa oigo! íYa oigo! íHabla más bajo!
íNadie puede imaginar la emoción del buen
sacerdote en la celebración de aquella misa
memorable! Caíanle las lágrimas de los ojos y
recitaba continuas jaculatorias a la celestial
Bienhechora. Apenas volvió a la sacristía, dijo:
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