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-Eres tú, A... (y pronunció nombre y apellido),
un lobo que te revuelves en medio de los
compañeros y los alejas de los Superiores,
poniendo en ridículo sus avisos. Eres tú, B..., un
ladrón que con tus palabras empañas el candor de
la inocencia... Eres tú, C..., un asesino que con
ciertos papeluchos, con ciertos libros y con
ciertos escondrijos, arrancas del lado de María a
sus hijos. Eres tú, D..., un demonio que estropeas
a tus compañeros y les impides con tus desprecios
que se acerquen con frecuencia a los
sacramentos...
Y siguió.
Nombró a seis. Su voz era tranquila, su
pronunciación recalcada.
A cada nombre que decía se oía un grito sofocado,
o un sollozo, un íay! del culpable nombrado que
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resonaba en medio del silencio sepulcral de los
compañeros aterrorizados. íAquello parecía el
Juicio Universal!
Cuando terminó de hablar, todos se retiraron
sin resollar. Solamente se quedaron los seis,
sollozando, y apoyados contra una columna o contra
la pared.
El Venerable se detuvo en medio del pórtico. A
cierta distancia hacían corro varios sacerdotes y
clérigos: entre ellos estábamos nosotros,
espectadores de una escena conmovedora. Aquellos
pobrecitos se le acercaron; unos tomaron sus manos
y se las besaban, otros se agarraron a su sotana.
El les miró, ímientras rodaba una lágrima por su
mejilla! Ninguno habló. Don Bosco dijo a cada uno
una palabra confidencial de aliento y subió a su
cuarto.
Al día siguiente unos salieron para su casa,
algún estudiante pasó a la sección de aprendices,
dos de ellos, después de una prueba, volvieron a
continuar los estudios.
Los que siguieron en el Oratorio cambiaron
radicalmente de conducta hasta emular a los
mejores y fueron excelentes cristianos, apreciados
y honrados por todos. Don Bosco había hablado en
defensa de los intereses de Dios y en su nombre, y
sus palabras habían sido de singular eficacia.
Mientras trabajaba así por la vida espiritual
de sus hijos, proveía también a su vida material.
Escribía al Ministro de la Guerra en Florencia:
Excelencia:
Los pobres jovencitos internados en la casa del
Oratorio de San Francisco de Sales recurren
humildemente por mi medio a la caridad de V. E.,
que ya experimentaron en años precedentes.
Piden prendas de vestido, calzado, mantas para
la cama, aunque estén usadas y
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