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Estas buenas noches, no fueron más que el
preludio de otras más serias que dio en la noche
del 16, lunes siguiente, fiesta del Santo Nombre
de María Santísima.
A grandes males, grandes remedios, pensaba el
Siervo de Dios, porque su único fin era el bien de
las almas; por tanto, la guerra a toda costa
contra el pecado, sin respetos humanos que lo
frenaran, sin preocuparse de los juicios que
algunos prudentes pudieran emitir sobre su modo de
hablar y de obrar. A él le movía la fe; y como,
después de haber tentado todos los medios de
corrección posibles, algunos jóvenes parecían
incorregibles, dio en varias ocasiones tales
amonestaciones, que fueron recordadas durante toda
su vida. La más memorable de todas fue la del 16
de septiembre de 1867.
Subió tranquilo a la pequeña cátedra de los
pórticos, ante la asamblea, siempre imponente, de
sacerdotes, clérigos, coadjutores, estudiantes,
aprendices y fámulos; todos recordaban lo que
había anunciado dos días antes y esperaban una
explicación.
Empezó recordando lo que había padecido el
Redentor por la salvación de las almas y sus
terribles amenazas contra los que escandalizaran a
los pequeñuelos; habló de lo que él mismo había
hecho y hacía para cumplir la misión que la divina
Misericordia le había encomendado, y recordó los
sudores, las penas, las humillaciones, las
vigilias y las privaciones sufridas por ((**It8.950**)) la
salvación eterna de los jóvenes: pasó después a
decir que en el Oratorio había lobos, ladrones,
asesinos, demonios, llegados para destrozar,
matar, robar y arrastrar al infierno las almas a
él confiadas. Y añadió:
<<->>Qué daño les he hecho yo a éstos, o en qué
les he ofendido para que me traten así? >>Es que
no les he amado bastante? >>No los he tratado como
a hijos? >>No les he dado todo lo que podía
darles? >>No les he ofrecido todas las
confidencias de mi amistad? >>Qué instrucción, qué
educación podían recibir en el mundo, qué
esperanzas podían tener para el porvenir, si no
hubiesen venido al Oratorio?>>.
Pasó a enumerar, uno a uno, los beneficios que
habían recibido, y prosiguió:
-Piensan éstos que no son conocidos, pero yo sé
quienes son; íy podría nombrarlos en público! Tal
vez no está bien que los nombre, seguramente sería
para ellos demasiado deshonroso, sería hacerlos
señalar con el dedo por sus compañeros e
infringirles un castigo espantoso. Pero, si don
Bosco no los nombra, no vayan a creer que lo hace
porque no está bien informado de todo, o porque no
los conozca, o porque sólo tenga una vaga sospecha
y deba adivinar. íNo, esto no! Si yo quisiera
nombrarlos podría decir:
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