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La noticia me afectó mucho, porque se trataba
de un verdadero bienhechor de la casa. Siempre que
venía a Turín se acercaba al Oratorio y con
frecuencia dejaba considerables limosnas. Vosotros
no podéis recordaros de haberle visto porque
vestía como un simple sacerdote. Amaba mucho
nuestra casa y la favorecía cuanto podía. Es una
gran pérdida para todos la muerte de este gran
hombre. Una pérdida para la Iglesia, que pierde un
prelado de mucha doctrina y, puede decirse, de
gran santidad: era verdaderamente un hombre
piadoso, docto y prudente. Es una gran pena para
la diócesis de Cúneo, que queda privada de un
verdadero padre. Es una pérdida para el Oratorio,
puesto que él era uno de sus mejores bienhechores.
Es una pérdida también para mí, porque era un
entrañable ((**It8.79**)) amigo y
puede decirse que me hacía de padre. Siempre que
yo estaba indeciso para poner en ejecución una
cosa o no, siempre que necesitaba consejo, me
dirigía a él escribiéndole o yendo personalmente a
Cúneo y él me ayudaba, me consolaba con palabras
de verdadera prudencia. Podía decir que su casa
era mi casa, ya que me hospedaba en ella con la
misma libertad que en el Oratorio; siempre que iba
a Cúneo allí me albergaba. Por tanto, su muerte
puede considerarse como una verdadera desgracia.
De todos modos, cúmplase la voluntad del Señor.
Se cuentan muchas cosas extraordinarias de la
vida de este Obispo, que pronto serán publicadas.
Yo conozco muchas, oídas, en parte, a personas
dignas de toda confianza que le conocieron; y, en
parte, contadas por él mismo cuando nos
encontrábamos juntos en casa del barón Bianco de
Barbania. No es que él contase estos hechos para
vanagloriarse, no. El, como todos los hombres
santos, era humilde, y los narraba como gracias
especiales concedidas por la Santísima Virgen,
después de haberla invocado. El que se crea santo
es un necio; los verdaderos santos se tienen por
los más miserables pecadores de la tierra; y
cuando el Señor concede gracias por sus oraciones,
ellos las atribuyen a uno u otro santo, mientras
en realidad interviene en ellas, en gran parte, su
fe.
Quiero contaros un hecho que le ocurrió al
Obispo de Cúneo cuando era todavía párroco, aquí
en Turín, en la iglesia de santa Teresa.
Fue llamado para asistir a un moribundo y
corrió a cumplir con los deberes de su ministerio.
Mientras estaba al lado del moribundo, hacia las
dos de la tarde, llegaron a toda prisa a su casa
pidiéndole que fuera a auxiliar a otra enferma,
madre de familia, que se hallaba en gran peligro.
El no volvió a casa hasta las siete de la tarde
y, apenas lo supo, corrió enseguida a donde le
habían llamado. Entró y se encontró con que
aquella pobre madre, sostén de toda la familia,
había muerto hacia las dos. El frío cadáver estaba
tendido sobre la cama y una débil lucecilla
alumbraba tristemente la habitación. El médico de
la ciudad ya había practicado el reconocimiento
del cadáver. Tenía éste las manos atadas y el
crucifijo entre ellas. Toda la familia lloraba en
distintos puntos de la casa; era grande el dolor
porque habían perdido a la madre, que regía la
casa y administraba sus bienes y sobre todo porque
había muerto sin poder recibir los Santos
Sacramentos.
El buen párroco dirigió palabras de consuelo a
la familia reunida en torno a la difunta y les
invitó a rezar a la Santísima Virgen.
Sentía en su corazón que el Señor haría alguna
gracia extraordinaria y, poniéndose él mismo de
rodillas, rezó con todo el afecto de su alma.
Después se levantó, e invocando el nombre de
Jesús, bendijo a la difunta.
Pasados unos instantes, la difunta comenzó a
moverse, sentóse en la cama con sorpresa de todos
los presentes, pidió que le soltaran las manos,
llamó a cada uno(**Es8.80**))
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