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((**Es8.80**) La noticia me afectó mucho, porque se trataba de un verdadero bienhechor de la casa. Siempre que venía a Turín se acercaba al Oratorio y con frecuencia dejaba considerables limosnas. Vosotros no podéis recordaros de haberle visto porque vestía como un simple sacerdote. Amaba mucho nuestra casa y la favorecía cuanto podía. Es una gran pérdida para todos la muerte de este gran hombre. Una pérdida para la Iglesia, que pierde un prelado de mucha doctrina y, puede decirse, de gran santidad: era verdaderamente un hombre piadoso, docto y prudente. Es una gran pena para la diócesis de Cúneo, que queda privada de un verdadero padre. Es una pérdida para el Oratorio, puesto que él era uno de sus mejores bienhechores. Es una pérdida también para mí, porque era un entrañable ((**It8.79**)) amigo y puede decirse que me hacía de padre. Siempre que yo estaba indeciso para poner en ejecución una cosa o no, siempre que necesitaba consejo, me dirigía a él escribiéndole o yendo personalmente a Cúneo y él me ayudaba, me consolaba con palabras de verdadera prudencia. Podía decir que su casa era mi casa, ya que me hospedaba en ella con la misma libertad que en el Oratorio; siempre que iba a Cúneo allí me albergaba. Por tanto, su muerte puede considerarse como una verdadera desgracia. De todos modos, cúmplase la voluntad del Señor. Se cuentan muchas cosas extraordinarias de la vida de este Obispo, que pronto serán publicadas. Yo conozco muchas, oídas, en parte, a personas dignas de toda confianza que le conocieron; y, en parte, contadas por él mismo cuando nos encontrábamos juntos en casa del barón Bianco de Barbania. No es que él contase estos hechos para vanagloriarse, no. El, como todos los hombres santos, era humilde, y los narraba como gracias especiales concedidas por la Santísima Virgen, después de haberla invocado. El que se crea santo es un necio; los verdaderos santos se tienen por los más miserables pecadores de la tierra; y cuando el Señor concede gracias por sus oraciones, ellos las atribuyen a uno u otro santo, mientras en realidad interviene en ellas, en gran parte, su fe. Quiero contaros un hecho que le ocurrió al Obispo de Cúneo cuando era todavía párroco, aquí en Turín, en la iglesia de santa Teresa. Fue llamado para asistir a un moribundo y corrió a cumplir con los deberes de su ministerio. Mientras estaba al lado del moribundo, hacia las dos de la tarde, llegaron a toda prisa a su casa pidiéndole que fuera a auxiliar a otra enferma, madre de familia, que se hallaba en gran peligro. El no volvió a casa hasta las siete de la tarde y, apenas lo supo, corrió enseguida a donde le habían llamado. Entró y se encontró con que aquella pobre madre, sostén de toda la familia, había muerto hacia las dos. El frío cadáver estaba tendido sobre la cama y una débil lucecilla alumbraba tristemente la habitación. El médico de la ciudad ya había practicado el reconocimiento del cadáver. Tenía éste las manos atadas y el crucifijo entre ellas. Toda la familia lloraba en distintos puntos de la casa; era grande el dolor porque habían perdido a la madre, que regía la casa y administraba sus bienes y sobre todo porque había muerto sin poder recibir los Santos Sacramentos. El buen párroco dirigió palabras de consuelo a la familia reunida en torno a la difunta y les invitó a rezar a la Santísima Virgen. Sentía en su corazón que el Señor haría alguna gracia extraordinaria y, poniéndose él mismo de rodillas, rezó con todo el afecto de su alma. Después se levantó, e invocando el nombre de Jesús, bendijo a la difunta. Pasados unos instantes, la difunta comenzó a moverse, sentóse en la cama con sorpresa de todos los presentes, pidió que le soltaran las manos, llamó a cada uno(**Es8.80**))
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