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Sucedió ayer, fiesta de la Natividad de la Virgen.
Cuando, hace quince días, fui a Acqui, pasé por
Strevi. Había allí una mujer que hacía un año no a
dueña de sí misma y que se creía endemoniada.
Imposible hacerla entrar en razón o conseguir que
recitara una plegaria. Hacía todo lo que es propio
de los obsesos. Me la presentaron. Estaba allí el
Obispo, con don Domingo Pestarino de Mornese, el
Párroco, el paje del Obispo y otras personas. Me
pedían los presentes que juzgase yo si había que
creer que aquella pobre persona estaba
endemoniada. Decíame el Obispo:
-Vea si conviene aplicarle un exorcismo: le
autorizo para ello.
Pregunté cuánto tiempo hacía que estaba de
aquella manera, qué cosas extrañas solía hacer,
pero no quise por el momento opinar. Para conocer
mejor la cuestión, y sin que ella se diese cuenta,
saqué una medalla de mi bolsillo, y teniéndola
apretada y escondida en la mano, me acerqué
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para ver si hacía algún gesto o ruido, ya que
ordinariamente el demonio no resiste la presencia
de una medalla de la Virgen o de otros objetos
bendecidos, sin dar señales manifiestas de
repugnancia.
Pero, al comprobar que la medella no daba
resultado, dije a los presentes que se
arrodillasen para rezar una oración a María
Auxiliadora. Todos se arrodillaron, el marido, los
muchachos y el mismo Obispo. Hice arrodillar
también a la enferma y le mandé que rezase con
nosotros. Me obedeció, rezó un instante, pero cesó
enseguida y no hubo medio de hacerle pronunciar
una sílaba más de la oración. Los de la familia
aseguraban que hacía casi un año que no habían
podido conseguir que rezara. Entonces, y estando
todavía todos presentes, les dije que recitasen
cada día: tres padrenuestros, avemarías y glorias
a Jesús Sacramentado y tres Salves a María
Auxiliadora. Les fijé, además, el tiempo, en que,
si curaba, deberían mandar una limosna para
nuestra iglesia. Este tiempo llegaba hasta la
fiesta de la Natividad de María Santísima, el 8 de
septiembre, que fue ayer. Añadí que preparasen a
la enferma para recibir los sacramentos y que la
llevasen a confesarse y comulgar. Y, así
entendidos, los dejé.
Después de algunos días me escribieron
diciéndome que era imposible lograr que se
confesara aquella mujer, ya que prorrumpía
continuamente en las más horribles blasfemias. Les
respondí que no hiciesen caso de ello y que
continuasen rezando a la Virgen y exhortando a la
infeliz a confesarse. Así lo hicieron.
Cuando llegó el día primero de septiembre,
hicieron lo posible para prepararla a confesarse.
Esperaron la hora en que apenas habría gente en la
iglesia, la condujeron allí y empezaron a animarla
para que se acercase al confesonario; pero todas
las palabras resultaban inútiles. Ella seguía
blasfema que blasfemarás. Más aún, cuando vio que
el sacerdote se preparaba para dar la comunión, se
puso a gesticular, a gritar y contosionarse de tal
modo que, para no escandalizar a quien pudiera
entrar en la iglesia, hubo que llevarla a casa. Yo
fui avisado y ordené que la acompañaran a la
iglesia en la mañana de la Natividad para que
recibiera los sacramentos. La víspera dijeron los
de casa a la enferma:
-Mañana por la mañana volveremos a la iglesia
para que puedas confesarte.
Al llegar la noche se puso furiosa. Parecía que
todos los demonios del infierno estuviesen en su
cuerpo. Apenas se acostó, empezó a gritar, silbar,
palmotear y cantar. Emitía toda clase de sonidos.
Ya parecía un cerdo, ya un león, ahora un perro,
luego un buey, un gato, un lobo. Tan pronto
profería las más abominables blasfemias contra
Dios, como soltaba las más horrendas imprecaciones
contra los hombres. Se levantaba, bailaba o hacía
gestos ridículos.
Los parientes no le dijeron nada, sino que,
confiando en la Virgen, ((**It8.939**)) oraban.
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