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a no prestar oídos a los malos consejos, y a estar
siempre dispuestos, a sacrificar no solamente el
honor y los placeres, sino la misma vida, antes
que cometer un pecado. Y guardémonos también
nosotros de dar malos consejos: jamás, nunca jamás
nos hagamos reos de tan grave pecado ante los ojos
de Dios.
El día 6 de septiembre charlaban algunos
salesianos, después de cenar, con don Bosco sobre
dos clérigos muy inteligentes, que habían salido
del Oratorio y habían colgado la sotana:
-Yo, díjoles don Bosco, he puesto ante ellos
toda su vida, que podía ser feliz, diciéndoles: si
hacéis lo que yo os aconsejo, caminaréis seguros;
si no, os equivocáis. Uno de ellos se marchó por
glotón:
nunca estaba contento de la comida que se le daba.
((**It8.931**)) El
clérigo Félix Alessio le interrumpió diciendo:
-Hubiera sido ahora una gloria para el
Oratorio, si se hubieran quedado aquí con nosotros
estos dos doctores en letras.
Y replicó don Bosco:
-La gloria del Oratorio no debe consistir
solamente en la ciencia, sino, de un modo
especial, en la piedad. Uno de ingenio mediocre,
pero humilde y virtuoso, hace mayor bien y más
grandes cosas que un docto soberbio; no es la
ciencia la que hace santos, sino la virtud. Le
dije a uno de aquellos imprudentes: si quieres ir
adelante, haz tu confesión general: deja esa
soberbia...
Este tipo de expresiones le era familiar: en
toda ocasión recomendaba a sus súbditos ser
humildes.
Y aquella noche decía a la Comunidad:
Cuenta Bartoli la habilidad demostrada por un
muchacho cristiano japonés para defender la
medalla de la Virgen, que con gran devoción
llevaba descubierta sobre el pecho. En aquel país,
tropas mandadas por mandarines iban por todas
partes, y si veían estampas, medallas u otros
objetos religiosos, ordenaban destruirlos y
despreciarlos. Nuestro muchacho se encontró con un
esbírro que, al ver la medalla, alargó
diestramente las manos para arrancársela: pero el
muchacho, que no tenía más que doce años, con más
habilidad que él agarró entre sus manos el objeto
tan precioso para él. Hubo una lucha entre el
esbirro y el muchacho: aquél para hacerse con la
medalla y el muchacho para defenderla. Viendo el
esbirro que no lograba atrapársela le dijo:
-Si no me la das, te quitaré la gorra.
-Tómala, si quieres, respondió el muchacho.
-Te quito también el vestido.
->>A mí qué me importa?
Y le arrojó el vestido que el otro le arrancaba
de encima, mientras pasaba diestramente la medalla
de una mano a otra.
De un salto se distanció un poco. El esbirro le
siguió gritando:
-íTe quitaré todo lo que llevas!
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