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convertirse en un pesado aunque dulce trabajo para
don Bosco. Era admirable su dedicación a oír las
confesiones de sus hijos espirituales. Las tandas
de ejercicios, debido al número de socios y para
la comodidad de todos, sucedíanse unas a otras y
duraban meses durante las vacaciones otoñales; y
recibía en audiencia a quien quería exponerle las
propias necesidades; durante aquellos días se
celebraban largas e importantes conferencias con
los Superiores de las diversas Casas sobre
distintos asuntos, que eran presididas por el
Siervo de Dios. Ahora bien, después de haber
pasado cuatro o cinco horas, cansando su mente con
la solución de dudas y dando graves disposiciones,
cuando los demás reunidos iban a tomar un poco de
descanso, él iba a confesar, y lo mismo que había
hecho por la mañana, se estaba otras tantas horas
de la tarde con una constancia que no podía ser
más que el efecto de una fe viva. Y no ahorraba
fatigas, ni cuando no andaba bien de salud, y
mucho menos en la convalecencia de algunas
enfermedades y ni siquiera cuando era víctima de
la fiebre.
Durante el tiempo que estamos narrando, aún
podía don Bosco bajar al recreo con sus clérigos y
sacerdotes. Sucedió un día, después de comer, que
estaba él sentado sobre la hierba del jardín
((**It8.911**)), a la
sombra de espeso boj, rodeado de siete u ocho
salesianos, cuando, de repente, cortó la
conversación y mirando alrededor dijo:
-Uno de los sacerdotes aquí presentes será
Obispo.
La atención de todos se dirigió a don Juan
Bautista Francesia y a don Juan Cagliero, el cual,
poco después se levantó, saludó a don Bosco y se
alejó de la reunión. Con estas alusiones intentaba
don Bosco animar a sus hijos a perseverar en la
Pía Sociedad, dándoles a entrever sus gloriosos
destinos.
Se cerraron los ejercicios el 10 de agosto con
la profesión trienal del sacerdote don Nicolás
Cibrario y del clérigo José Monateri; y la
perpetua del clérigo José Daghero. Fueron también
aceptados algunos que pedían ser novicios.
Después del solemne Tedéum, volvió el Venerable
a Turín y don Juan Cagliero partió para
Castelnuovo, donde había irrumpido el cólera. La
terrible enfermedad segaba cada día muchas
víctimas y el espanto hacía difícil encontrar
quien cuidase de los enfermos. Apenas tuvo don
Bosco noticia, pensó enviar a uno de sus
sacerdotes para ayudar al párroco y al coadjutor,
cuando he aquí que don Juan Cagliero se le
presentó voluntariamente.
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