((**Es8.732**)
El día de la octava de san Pedro se encontró
don Juan Cagliero con monseñor Manacorda, el cual,
conmovido y espantado, ((**It8.860**)) empezó
a contarle que había visto en el Vaticano a uno de
los primeros oficiales del palacio apostólico que,
era conducido entre gendarmes a la cárcel. Y
añadía:
-Pío IX ha recibido en estos días un despacho
confidencial que le ha sido llevado directamente.
Se hacen pesquisas en palacio y se ha descubierto
una indigna intriga en la tipografía pontificia.
También han sido encarcelados otros.
Monseñor no sabía más. Pero don Juan Cagliero
comprendió el misterio y después supo mejor la
cuestión. En el Vaticano, algunos empleados
infieles, imprimían clandestinamente y de noche
las hojas subversivas que, por medio de las
comisiones masónicas, se esparcían copiosamente,
excitando al pueblo a la rebelión contra el
Gobierno Pontificio.
El Papa tenía, por tanto, en casa quien le
traicionaba, espléndidamente pagado por los
sectarios. Presentamos un hecho.
La emperatriz Eugenia, esposa de Napoleón III,
había escrito sucesivamente dos cartas
confidenciales al Santo Padre y se las había
llevado al Papa un personaje distinguido de su
plena confianza. Narrábanse en ellas
importantísimas noticias sobre las conspiraciones
que se urdían contra la Iglesia; y se rogaba que
las cartas fuesen destruidas lo antes posible:
porque se afirmaba que caerían serios males sobre
la autora en el caso de que aquella
correspondencia llegase de algún modo a
conocimiento de Napoleón. El Papa las leyó,
aseguró al gentil hombre que nadie penetraría
nunca en el secreto y cerró las cartas en su caja
privada, caya llave llevaba siempre consigo. Y he
aquí que, pasado algún tiempo, le llegaba al Papa
una tercera carta, a través del mediador
acostumbrado, en la que se lamentaba la Emperatriz
de que no se hubiera guardado el secreto de las
anteriores, puesto que las dos habían llegado a
manos del Emperador; ella se consideraba perdida
para siempre y pedía consejo sobre el modo de
regularse. íPío IX protestó y dijo que había
puesto las cartas en una caja de hierro, cuya
llave sólo él guardaba celosamente y nunca las
había dado a nadie! Para probar ((**It8.861**)) su
afirmación corrió inmediatamente a abrir la caja y
con amarga sorpresa vio que las cartas íya no
estaban allí! Una mano traidora las había tomado y
enviado a Napoleón. Pío IX palideció, quedó unos
momentos como desvanecido y durante varios días
permaneció en un estado de salud lamentable. El
mismo, narrando a don Bosco aquel hecho doloroso
en el 1869, decía:
(**Es8.732**))
<Anterior: 8. 731><Siguiente: 8. 733>