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Al fin de la misa, antes de la bendición,
volvióse a los jóvenes y díjoles, entre otras
cosas:
-Al encontrarme esta mañana entre vosotros, al
veros comulgar con devoción se produjo en mi
corazón una impresión que no puedo explicar. Dad
gracias a Dios, dad gracias al Espíritu Santo, que
os ha sacado de en medio del mundo y os ha
colocado aquí donde reina el espíritu de piedad,
de religiosidad, de caridad, de dulzura y de
santidad. El Espíritu Santo es quien os ha traído
aquí: agradecédselo a este Espíritu, que es el
beso de amor del Eterno Padre con el Eterno Hijo.
Sabéis que al Padre se le atribuye el ((**It8.833**)) poder,
al Hijo la sabiduría, al Espíritu Santo el amor.
íDecidle que venga a vuestros corazones! íAmadle
vosotros con toda el alma! Amad a Dios, como
habéis leído en el catecismo, por encima de todo,
dispuestos a morir antes que ofenderle; y
dispuestos a morir, no una vez, sino mil veces
antes que cometer un solo pecado conscientemente,
sabiendo que se ofende a este buen Dios, a este
divino Espíritu. Amadle de todo corazón y
comportaos de forma que no se pueda decir de
vosotros, lo que por humildad decía san
Buenaventura de sí mismo: <>. También nosotros estamos rodeados por
todas partes del amor del Espíritu Santo que nos
inspira, a través de los ejemplos de los
compañeros buenos, de los sacerdotes, de la misa,
de las pláticas, de la lectura espiritual.
Procurad corresponder a las llamadas de este buen
Espíritu, a sus inspiraciones: entonces lloverán
sobre vosotros todas las bendiciones, todas las
gracias.
Recordad lo que prometió al Señor el jovencito
Domingo Savio conceptuado por vosotros y por mí
como santo, en su primera comunión a los siete
años: íAntes morir que pecar! Si hacemos nosotros
lo mismo, ayudados por este Espíritu, podemos ir a
darle gracias en el cielo en la eterna
bienaventuranza. Guardad impresas en el corazón
estas mis pobres palabras, que yo os dirijo con
todo el afecto de mi alma.
Mientras predicaba tenía los ojos cerrados o
semicerrados, no los movía de un lado para otro,
y, si alguna vez lo hacía, era para mirar hacia lo
alto. Su gesto consistía únicamente en alargar un
poco los brazos, para levantarlos al cielo
juntamente con su mirada. Y cuando terminaba de
expresar un pensamiento, con las manos juntas y
los ojos cerrados o semicerrados, inclinaba la
cabeza, como esperando las inspiraciones del
Espíritu Santo; luego reanudaba el discurso con
fervor.
Después del desayuno, los muchachos le hicieron
una fiestecita
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