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de los asuntos estrictamente religiosos y
eclesiásticos, excluída toda cuestión territorial.
>>No era, pues, el caso de apelar a la lealtad de
sus protestas?
Por otra parte, no todos los hombres de Estado
se movían por odio a la Iglesia, sino que eran
arrastrados por la revolución, aunque a
regañadientes. Unos, por una política conocida
perfectamente por don Bosco, eran propensos a
condescender en ciertas propuestas parciales
ventajosas para la Iglesia; otros se esforzaban
con alguna concesión por acallar los
remordimientos de su conciencia, contentándose con
haber hecho algún bien; había además otros que,
por motivos personales, por consideración a
familias muy importantes, profesaban opiniones
moderadas.
Don Bosco ya había tratado con ellos, con su
acostumbrada prudencia, para asuntos del Oratorio,
a fin de deshacer ciertas calumnias que los
perversos habían propalado contra algunos obispos,
para remover impedimentos a alguna colación de
beneficios, o para obtener una subvención o un
donativo para alguna parroquia.
No hay, por tanto, que extrañarse de que
estuviera dispuesto a defender la causa de las
diócesis italianas, y de que, a intervalos,
durante casi diez años, perseverase en esta
nobilísima empresa. Empezó, a través de algunas de
sus altas amistades, a investigar el estado
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de ánimo de algunos ministros, después de haber
pedido para asunto de tanta importancia, la
aprobación del Sumo Pontífice. De este tiempo data
el intercambio de cartas que tuvo lugar entre él y
Pío IX, como consta en nuestras Memorias del mes
de febrero de 1865 y cuyo contenido no se supo. El
mismo Venerable debió hacerlas desaparecer. Don
Emiliano Manacorda sirvió de intermediario de
confianza para esta correspondencia.
Mientras tanto, había sido advertido el rey
Víctor Manuel de que el Papa le escribiría una
carta.
Efectivamente, Pío IX, mirando solamente al
bien de las almas, determinó, por propia
iniciativa, dar a los enemigos de la Iglesia
Católica una ocasión oportuna para corresponder a
las invitaciones de la gracia divina. El 6 de
marzo dirigía una carta al Rey impregnada de
benévolas expresiones, rogándole enjugara alguna
lágrima de la atribulada Iglesia en Italia,
llegando con él a un acuerdo para proveer los
obispados; y le proponía mandara a Roma una
persona seglar de su confianza para tratar el modo
de poner fin a aquellas vacantes.
Para que la carta no fuese interceptada, por
quien podía tener interés en hacerlo, fue
entregada al comendador Adorno, de Florencia,
quien la presentó al Rey. Este, a quien siempre le
habían disgustado(**Es8.68**))
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