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Aquella misma noche del 16 de marzo, hablaba
así don Bosco a los muchachos:
Os veo a todos deseosos de saber algo sobre los
últimos momentos de nuestro Ferraris y aquí me
tenéis para satisfacer vuestro justo anhelo. Murió
resignado; en su breve enfermedad sufrió mucho,
pero no perdió la serenidad. Al entrar en el
Oratorio me había dicho:
-Don Bosco, estoy del todo dispuesto a hacer su
voluntad; le obedeceré ciegamente; si ve que falto
en algo, avíseme, castígueme y verá cómo me
enmendaré.
Yo le prometí que haría cuanto pudiese por el
bien de su alma y de su cuerpo. Muchas veces me
repitió el mismo ruego y siempre que le avisé de
algo, se corrigió inmediatamente. Se puede decir
que no tenía voluntad propia; tan obediente era.
Su profesor me asegura que en la clase estaba
entre los primeros por su aplicación al estudio.
Cuando cayó enfermo, fui inmediatamente a
visitarle, ya que el médico diagnosticó, desde el
primer momento, la gravedad del mal. Le pregunté
si el día de santo Tomás quería recibir la
comunión. Y me respondió:
->>Tengo que vestirme para ir a la iglesia con
los demás? Me encuentro muy débil para hacerlo.
-Eso tiene remedio. Traeremos a tu habitación a
Jesús Sacramentado. >>Estás contento?
-Sí, muy bien.
Le pregunté:
->>No tienes nada que te turbe la conciencia?
>>Tendrías algo que decirme?
Y después de reflexionar unos instantes,
respondió:
-íNo tengo nada!
íQué hermosa respuesta! Un joven que se acerca
a la muerte, que sabe que tiene que morir y puede
responder con la mayor serenidad y tranquilidad de
espíritu:
íNo tengo nada!
Le volví a preguntar:
-Dime: >>vas de buena gana al paraíso?
-Seguro, me replicó: así veré cara a cara cómo
es el Señor, del cual he oído decir cosas
maravillosas, y comprenderé cómo está hecha mi
alma.
De nuevo le dije:
->>No quieres nada de mí?
-Solamente una cosa: que me ayude a ir al
paraíso.
-Sí. Pero >>no me pides nada más?
-Que ayude también a todos mis compañeros a
ganarse el cielo.
Le prometí que haría cuanto estuviese de mi
parte. Esta mañana lo encontré muy grave y no
podía hablar; el catarro lo sofocaba.
Habiéndole dicho ya a Rossi que, apenas el
enfermo diese señal de ((**It8.59**)) entrar
en agonía me avisase, acudí junto a su lecho.
Tenía los ojos cerrados; estaba muy falto de
fuerzas, pero apenas había dado yo un paso para
ausentarme, pues el fin no me parecía inminente,
abrió los ojos y comenzó a mover los brazos y todo
el cuerpo, gritando con voz sofocada:
-íAh, ah, ah!
Volví atrás, le pregunté qué era lo que quería
y, haciendo un gran esfuerzo, me dijo que deseaba
morir teniéndome a su lado. Le respondí que se
tranquilizase, que iba a mi habitación para
despachar unas cartas y que volvería en cuanto me
avisasen que había llegado su último
momento.(**Es8.63**))
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