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sitios llueven ahora cartas de invitación.
>>Condescenderá don Bosco? No lo sé, no puedo
saberlo y, aun sin saberlo, creo que ni el mismo
don Bosco lo sepa.
El otro día se presentó en casa un buen señor
que venía de un pueblo, a más de cincuenta millas
de distancia, solamente para ver a don Bosco y
escuchar una palabra de sus labios. Alcanzado su
deseo, volvióse la mar de satisfecho a su pueblo
sin querer quedarse para nada en Roma.
-He visto a don Bosco me decía; y me basta.
Bendito sea; íque viva feliz!
Los familiares del Conde nos han dado otra
broma: prepararon ocho pares de calcetines para
don Bosco y tres para mí íy de qué clase! Y esto
como recuerdo y en prenda de los servicios que nos
han prestado durante el tiempo de nuestra
estancia. Son finezas inimaginables. Todos están
apenados por nuestra partida.
íSi pudiesen acompañarnos! Me envidian y os
envidian cordialmente a todos vosotros por la
suerte de poseer a don Bosco. íOjalá que al
escuchar su palabra nos aprevechásemos todos de su
presencia!
Ayer por la tarde, hacia las seis, cenaba don
Bosco en casa de la condesa Calderari. Asistían a
la mesa muchos señores de la nobleza, cuando llegó
un camarero con una carta de la marquesa Villarios
dirigida a don Bosco. Tomóla éste y leyó:
<>.
Don Bosco leyó, dobló la carta, con toda
tranquilidad, y prosiguió la cena. Después, dio
audiencia a diversas personas. Don J. B.
Francesia, ((**It8.697**))
impaciente, le tiraba de la sotana diciéndole:
-Vamos, don Bosco. íSe trata de salvar una
alma! íDése prisa!
Don Bosco le respondió:
-íNo lo dudes, le veré!
A las siete de la tarde se encaminó hacia
aquella casa y llegó junto al lecho del enfermo.
íQué escena más conmovedora, querido amigo! Tenía
aquel joven tal palidez de muerte en su rostro,
que apenas se distinguía de las almohadas en que
apoyaba su cabeza. Sus ojos brillaban con el ardor
de la fiebre. Daba lástima y casi repulsión. Sólo
una lamparilla iluminaba la estancia. Cuando vio
el joven entrar un sacerdote, adivinó de quien se
trataba y se alzó sobre el codo.
-íAh, don Bosco!; exclamó.
Y con la mano que le quedaba libre, buscó la de
don Bosco, se la estrechó, la besó y lloró.
Haciendo un esfuerzo, alargó los dos brazos al
cuello de don Bosco, que se había inclinado para
decirle una palabra, repitiendo:
-íConfiéseme, don Bosco, confiéseme!
Su madre no hallaba palabras para expresar su
alegría por la llegada de don Bosco, y el hijo
demostraba la suya teniendo siempre entre sus
manos la mano salvadora del buen Siervo de Dios.
Todos se retiraron y al cabo de media hora
salió don Bosco de la habitación. La madre que lo
esperaba llorando en el salón, le dijo:
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