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impuesto y él obedeció. Con la delicadeza que le
caracterizaba, fue interrogando a unos y a otros
de los asilados y se encontró con que muchachos
pobres, en el sentido estricto de la palabra,
había pocos o ninguno.
En cuanto a lo demás, poco o nada había
cambiado desde el día de su primera visita.
Volvió al Papa, pero dudaba si debía plantearle
la verdad por entero; mas el Santo Padre, que
advirtió su indecisión, le dijo claramente:
-íQuiero que me lo digáis todo! Os he encargado
la visita precisamente para que me informéis
fielmente.
Entonces don Bosco habló claro y concluyó
diciendo que con las magníficas rentas del
Hospicio se habría podido aceptar, mantener e
instruir convenientemente un número ((**It8.693**)) mucho
mayor de jovencitos. El Papa quedó satisfecho al
oír toda la verdad. El Venerable añadió además:
-íSanto Padre! Por desgracia, llegará un
momento en que el Hospicio caerá...
Esto es, que caería en manos laicas. La
previsión quedó impresa en la mente de Pío IX, que
se la recordaba a don Bosco, como veremos, después
del 1870.
Pero este informe desató una verdadera tormenta
de ánimos contra el Siervo de Dios. Llamó el Sumo
Pontífice a los administradores del Hospicio, les
dio una buena reprimenda, y no tardaron éstos en
pensar que la visita de don Bosco podía ser la
causa de aquellas reprensiones. Dado que no podían
hacer mella en su persona, decidieron con otros,
buscar una venganza, y determinaron hallar algún
pretexto en los cien libritos divulgados por él a
manos llenas entre el pueblo cristiano.
La fama del nombre de don Bosco en Roma
disgustaba ya a más de uno: al canónigo piamontés
Audisio, entre otros, y a algunos Prelados, que
luego se opusieron a la Pía Sociedad de San
Francisco de Sales.
El año 1873 decía a don Joaquín Berto monseñor
J. B. Fratejacci, Auditor civil del Emmo. Cardenal
Vicario y gran amigo de don Bosco y de los
Salesianos.
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