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Quería hablar de la vida de don Bosco en un día
cualquiera y en cambio estoy hablando de la de
nuestro bienhechor. Sin embargo, lo he dicho para
encomendarlo a vuestras oraciones. Cuando se
entera de que en el Oratorio se habla y se reza
por él, llora de satisfacción. Habría que enviarle
una carta, pero como se merece, con papel
especial, en nombre de todos los muchachos, con un
ejemplar de la Historia de Italia y de la Historia
Sagrada y algún otro librito (don José Cafasso,
por ejemplo), que ya encomendé yo prepararan en la
encuadernación. De este modo le dejaremos un grato
recuerdo de nosotros y de nuestras necesidades.
Dios pensara en lo demás.
Don Bosco, pues, llega a casa a las nueve o a
las diez de la noche, entra en su habitación con
un fajo de cartas sobre las que se lee: urge, con
prisa, con mucha prisa, con toda la prisa, urgente
urgentísima. Y íay de don Bosco si no las lee esa
noche! >>Cuándo podrá hacerlo? En efecto, a la
mañana siguiente muchos, por no decir todos,
aguardan respuesta. A unos se la da por escrito, a
otros de viva voz. A los muchachos del Oratorio
hasta ahora les respondió de esa manera. Y de no
ser así >>cómo explicar de otro modo el fervor
que, según se me dice, ha despertado entre
nuestros queridos muchachos? Tal vez sea por ese
motivo por lo que don Bosco retarde todavía el
escribiros. Esta noche, a fuerza de importunarle
para que lo hiciera, casi me merecí un pescozón. Y
estoy seguro de que me lo hubiera ganado, si no
hubiese usado toda la prudencia y le hubiese
augurado unas buenas noches. Pero le compadezco y
compadecerle también vosotros (í!) porque
verdaderamente no tiene tiempo.
Y ahora que empezamos a pensar en la vuelta a
Turín, experimentamos diversos y dolorosos
sentimientos. Y, sin embargo, en Turín es en donde
están los que más queremos ((**It8.659**)) y por
eso Dios nos quiere allí. Vamos y sin pena. Sin
embargo, yo no sé cómo voy a poder adaptarme de
nuevo a nuestros muchachos, ahora que estoy
acostumbrado a alternar con duques, condes,
príncipes y reyes. En efecto, el viernes fue don
Bosco al Palacio Farnese para celebrar la misa. El
Rey de Nápoles que ya me había visto, me
reconoció, me saludó por mi nombre y me estrechó
amigablemente la mano, mientras yo me hallaba con
el Duque de la Regina, el Coronel A., la Duquesa
B., que me rifaban. Por todas partes, después de
don Bosco, me veo cercado de esta gente. En Turín
volveré a ser amigo del príncipe Miguel y del
principito el borriquito, del caballero Enría, del
barón Anfossi, del duque Battagliotti, de la
princesa Magone, etc. etc.; y es preciso que me
conforme. Pero, aparte la broma: cuando llegue a
Turín, íah! entonces mi corazón estará mucho más
libre y mi alma más llena de fervor de Dios.
Debemos rellenar una laguna.
El Venerable, acompañado por don J. B.
Francesia, fue al Palacio Farnese, en donde le
recibieron con todos los honores. Por los salones
hormigueaban señores de la más alta nobleza
napolitana. Don Bosco celebró la santa misa en la
capilla del Palacio. Le ayudó el mayordomo.
Después, el Rey le acompañó a donde le esperaba la
esposa con sus damas. La Reina Sofía era
jovencísima, de pocas palabras y un tanto
reservada. Invitaron a don Bosco a sentarse, habló
de su iglesia de Turín y repartió unas medallas a
la Reina y a las damas; el Rey, que se había
retirado un momento, se asomó a la puerta
(**Es8.560**))
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