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llegaba la noticia de que aquella casa se había
hundido, aplastando a los religiosos que en ella
se encontraban. El monje, lleno de admiración, en
cuanto llegó don Bosco a Roma, había corrido a
ponerse a sus pies para darle gracias.
Se hizo amigo suyo, y con él sus dos hermanos,
canónigo uno y abogado el otro, y deseaban darlo a
conocer a los otros religiosos. Así que, en nombre
del padre Arcángel, Superior general de los
camaldulenses, fue invitado don Bosco a visitar su
Camáldula junto a Frascati, el mismo día de san
Romualdo, y el Venerable aceptó. La descripción de
esa excursión la encontramos en una carta de don
J. B. Francesia, empezada el 9, acabada la noche
del 10 y dirigida a don Miguel Rúa, en la que
también describe antes de otras cosas, una jornada
de don Bosco en Roma.
Roma, 9 febrero de 1867
Mi querido Prefecto:
Son las diez de la noche. Don Bosco está
leyendo un montón de cartas de Turín y de Roma: y
yo escribo la presente, que no sé cuándo podré
acabar. Don Bosco me parece que desea responder a
todos los muchachos que con tanto cariño le
escribieron, pero verdaderamente no puede.
íPobrecito! >>Cómo se las apañará? Mira. Te
describo uno de sus días en Roma y con él ya sabes
cómo son todos los demás.
Alrededor de las seis de la mañana se levanta,
visita al señor Conde, ante la inseguridad de
poder verle durante todo el día, pese a que
estamos en su casa y comemos su pan. Celebra luego
la misa en lugares, ya discutidos desde hace una
semana y aun antes. Es seguro que allí donde va se
encuentra cercado de devotas personas, que quieren
comulgar de sus manos y oír su palabra. Predica
siempre íy con aquel su tono profético! Al
terminar la misa suele haber una especie de caos,
corto y santo. ((**It8.658**)) Pero
siempre, cada día. Uno pide una medalla, otro
quiere besar su mano, quién la sotana, quién
encomendarse a sus oraciones, quién... En fin,
cada uno con su afán. Y don Bosco quieto en medio
de tanta gente, mientras uno tira de un lado y
otro de otro. Luego viene la visita a los
enfermos. La visita es larga y yo no puedo
acompañarle. Le espero hasta la comida, que debía
ser a mediodía, pero nunca la hacemos antes de las
tres: y aún entonces, a su regreso, se encuentra
con una multitud de gente que le espera. Y así
hasta las ocho de la tarde.
Por Roma no hace más que bajar y subir
escaleras: parece la ciudad de los enfermos en
donde todos quieren ser visitados por el médico
don Juan Bosco. Algunas veces volvemos a casa a
las nueve y a las diez de la noche. El señor
Conde, a quien no había vuelto a ver, se lamenta,
como verdadero y piísimo cristiano, de no poder
ver a don Bosco; y se alegra, sin embargo, de
haber colaborado para su venida. Mas no se limita
a esto la caridad de este señor. Se ha convertido
en nuestro cajero y el dinero se multiplica en su
caja. íQué fortuna para el Oratorio si se
encontrase en Turín! Calcula que en pocos días
treinta escudos se convierten en cincuenta, en
setenta y hasta en ciento por su virtud
particular. Si don Bosco se asusta de tal
variación, yo no lo sé; sólo sé que sigue
entregándole a él sus haberes.
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