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los dones que en su bondad se ha dignado
concedernos el Santo Padre, y no permitamos que
resulten infructuosos. Preguntó, además, otras
cosas que don Bosco se reserva para contaros él
mismo.
>>Y vosotros, mis queridos amigos, rezáis por
él? íCon qué satisfacción lee las cartitas que le
enviáis! No creáis que él las dé al olvido o las
haga leer a su secretario. De ningún modo; más
aún, prepara una respuesta para cada uno, como
recuerdo de su venida a Roma. Pero os conozco
demasiado y sé lo que deseáis. Algunos que me
escribieron, un tanto exigentemente amables,
quieren que os mande noticias de cosas
extraordinarias de don Bosco. Amigos, con mucho
gusto satisfaría vuestro justo deseo; pero, si don
Bosco me lo impide, >>qué puedo hacer yo? Porque
habéis de saber que don Bosco ruega, y ha rogado,
para que en Roma no le sucediera nada grande, que
atrajese notablemente los ojos del público devoto.
Claro que de todas maneras el Señor no quiere
oírle del todo, y, a su pesar, algo le sucede por
aquí y por allá.
Un Príncipe napolitano, que sufría vértigos a
diario, recibió una bendición de don Bosco e
inmediatamente quedó libre de ellos. El sábado
pasado fue a darle gracias, y yo le vi que llevaba
un obsequio para la iglesia.
Un niño, gravemente enfermo, recibió su
bendición y ya ha venido a agradecérselo con su
padre, porque está totalmente curado. Da la
impresión de que la enfermedad tenga miedo de su
mano y que huya ante él. Esta es la íntima
persuasión en Roma, por lo que acuden aquí
numerosísimos pobres pacientes, diría yo, seguros
de sanar.
((**It8.603**)) También
el sábado fui espectador y testigo de un ternísimo
espectáculo. Estaba don Bosco con prisas para
partir hacia el Vaticano, como de costumbre, con
retraso. Pero la portería de la casa se hallaba
atestada de gente que quería verle, hablarle,
recibir la bendición y confesarse. Una aldeana,
con lágrimas en los ojos, al ver que don Bosco
quería partir, echóse por tierra ante él, y
levantando en alto una niña con las señales de la
muerte en la cara, gritó:
-Se me muere, Señor, se me muere. íPor favor,
bendígala que se me muere! íMírela, se me muere!
Y no podía decir más porque la angustia se lo
impedía. Lloraban todos en derredor y unos
soldados presentes, poco acostumbrados quizá a la
ternura, se enjugaron también las lágrimas
compadecidos de aquella infeliz. Era un cuadro
conmovedor. Don Bosco la bendijo y la despidió.
íOh, que el Señor le conceda, en premio a su fe,
la curación de aquella criaturita, que es toda su
satisfacción! También yo os la recomiendo a
vosotros.
No sé si os acordaréis de haber visto alguna
vez un cuadro representando la bendición del
Salvador a los niños. Pues bien, eso es lo que me
toca contemplar a mí muchas veces por la ciudad de
Roma, acompañando a don Bosco. No solamente la
gente sencilla quiere ser bendecida por él, sino
también Monseñores, Obispos y Arzobispos. Adonde
quiera que va, deja tan vivo deseo de sí, que me
es imposible manifestároslo. Qué fortuna, me
repiten muchas veces, tienen los muchachos de
Turín que pueden disfrutar de este santo
sacerdote. Y entonces pienso con pena en los que
no quieren aprovecharse de esta bendición: son
pocos, pero los hay.
Don Bosco os agradece cuanto hacéis y
especialmente las comuniones, para que todo salga
bien. Sé que desearíais tener una carta suya, mas,
por ahora, le es totalmente imposible y me encarga
a mí que os salude con todo su corazón.
El conde Vimercati, gracias a vuestras
oraciones, mejora bastante y pronto le veremos
pasear. Tengo un saco lleno de muchas otras cosas
que os gustarían y lo
(**Es8.513**))
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