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que no resultasen pesadas, se cumplieran con
gusto, y, poco a poco, fueran, en razón de la
costumbre, bien aceptadas voluntariamente.
Nótese que la mayor parte de los Salesianos se
componía de clérigos y sacerdotes jóvenes, a los
que había que recortar las vacaciones durante unos
días; que habían estudiado y sufrido exámenes,
asistido a los alumnos y dado clase regular
durante todo el año y que debían darla todavía,
interrumpiendo las vacaciones otoñales, puesto que
en aquellos tiempos había un buen número de
alumnos que volvían al Oratorio y a los colegios,
desde la mitad de agosto hasta la mitad de
septiembre, para los repasos; y que muchos alumnos
no iban a su casa, por lo que la asistencia era
continua con paseos más frecuentes y más largos,
para hacerles menos desagradable la lejanía de su
hogar. Durante el mes de agosto, además, había el
pesado trabajo de ultimar los asuntos del año
escolar terminado, y en septiembre y octubre había
que preparar lo necesario para el nuevo curso.
Por estos y otros motivos podían nacer
dificultades, y don Bosco quería evitarlas.
En consecuencia, anunció dos tandas de
ejercicios espirituales, una para la primera
semana de agosto y otra para la última. Con la
introducción ((**It8.443**)) y la
clausura durarían cinco días, esto es, tres
enteros y dos medios; y se tendrían cuatro
sermones diarios. Además de la visita al Santísimo
Sacramento, antes del mediodía, y las letanías de
los santos, al acabar el recreo de después de la
comida, habría lecturas espirituales; se recitaría
el oficio parvo de la Virgen y se cerraría la
jornada con la bendición del Santísimo Sacramento,
precedida del rosario.
Pero, durante el tiempo libre entre las
funciones de iglesia, anunciaba don Bosco que se
podría hablar, reír y pasear; quería que estos
días, además de pensar en las cosas del alma, se
destinasen también al descanso de los trabajos y a
la alegría; por esto mandaba que se añadiese a la
comida ordinaria, un plato más y entremeses. La
propuesta fue acogida con entusiasmo.
Con semejante prudencia condujo insensiblemente
a los socios al fin deseado. En el año 1867 se
empezó a recomendar el silencio, de las diez y
media al medio día. Al año siguiente, se añadió el
silencio desde las cuatro y media hasta las cinco
y media de la tarde, aunque tolerando las
infracciones de algún inquieto. En el 1869 se
inculcó hablar en voz baja después del desayuno y
de la cena, prohibiendo amablemente los juegos
ruidosos, que espontáneamente se dejaron también
después de la comida. Permitíanse, sin embargo,
los cánticos después de comer y de cenar. Hacia el
1870 los tres días completos
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