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-Me lo asegura la que yo he escogido por mi
madre, Ella no cambiará lo que me dijo.
Entonces pensé que era el momento de
preguntarle si tenía algún encargo para su madre.
-Sí, respondió; diga a mi madre que le
agradezco cuanto ha hecho por mí; que le pido
perdón por los disgustos ((**It8.423**)) que le
he dado. Querida madre, siguió diciendo, usted se
ha sacrificado por mí; pero esté segura, usted me
ha salvado el alma y esto vale por todo. Pierde un
hijo en la tierra, pero lo encontrará en el cielo.
Sé que le producirá una gran pena la noticia de mi
muerte, pero usted es cristiana; haga un
sacrificio al Señor para sufragio de mi alma.
Después de estas palabras le recomendé que
descansase un poco y obedeció. Un momento después,
continuó:
-Diga a mi madre que muero contento y sin el
menor miedo de la muerte. Madre querida, voy al
Cielo; anímese; allá la espero y rogaré siempre a
Dios por usted. Salude a todos mis parientes y
dígales que en el momento de la muerte se recoge
todo lo que se ha sembrado durante la vida.
Quería seguir hablando, pero estaba tan
conmovido que le aconsejé se callara.
-Tengo todavía una cosa que decir y quisiera
poder hacerlo, perdóneme.
-Habla, pues; cumpliré tus órdenes.
-Es algo doloroso, añadió; me pesa, pero se lo
recomiendo. Ruegue a mi madre que procure hablar
con ciertos compañeros míos que ella conoce, y les
diga que muero con el remordimiento de haberlos
conocido. Que procuren reparar su escándalo antes
de la hora de la muerte.
En aquellos momentos aún dijo más cosas y
expresó muchos otros pensamientos piadosos, que yo
espero poderle exponer de palabra.
Eran las once de la mañana cuando él, con el
rostro alegre y resignado, rezaba y besaba el
crucifijo. Después de unos momentos, dejó de
hablar, miró a los asistentes, dibujó una sonrisa
y su alma voló al Señor.
Despúes de su fallecimiento hubo un verdadero
espectáculo. Su cadáver adquirió un aspecto tan
encantador que parecía totalmente un ángel
pintado; sus compañeros se deleitaban
contemplándole. Treinta y seis horas después, aún
conservaba sus facciones, y al entrar en la
capilla ardiente y acercarse al mismo cadáver, no
se percibía el más mínimo hedor.
Durante su enfermedad, e inmediatamente después
de su muerte, se hicieron oraciones especiales por
el difunto. El entierro fue solemne y piadoso. Sus
compañeros le acompañaron hasta que el cadáver fue
sepultado. Todos los superiores de esta casa y los
del otro Colegio, donde vivió más tiempo, están
acordes en decir que hemos perdido una perla
preciosa.
Dos cosas, por tanto, deben consolarla en esta
desgracia: 1.¦ Una muerte, la más preciosa que se
pueda desear a los ojos de Dios, y esto, para una
madre cristiana, vale por todo. 2.¦ No le faltó
nada de cuanto pudiese ayudarle a su alma y a su
cuerpo. Cuando expiraba estábamos en derredor de
su lecho varios sacerdotes, algunos clérigos, y
varios compañeros, que rezábamos por él.
Adoramos, por consiguiente, los designios de la
divina Providencia, que ciertamente tiene en todo
sus fines. Nosotros debemos decir que Dios se lo
llevó, para que los peligros del mundo no
pervirtiesen ((**It8.424**)) su
mente, no corrompiesen su corazón, ni engañasen su
alma ya madura para el Cielo.
Consolémonos recíprocamente con la esperanza de
que pronto le volveremos a ver en una vida mejor.
(**Es8.363**))
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